Página 282 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Capítulo 32—El centurión
Este capítulo está basado en Mateo 8:5-13; Lucas 7:1-17.
Cristo había dicho al noble cuyo hijo sanara: “Si no viereis se-
ñales y milagros no creeréis.
Le entristecía que su propia nación
requiriese esas señales externas de su carácter de Mesías. Repeti-
das veces se había asombrado de su incredulidad. Pero también se
asombró de la fe del centurión que vino a él. El centurión no puso
en duda el poder del Salvador. Ni siquiera le pidió que viniese en
persona a realizar el milagro. “Solamente di la palabra—dijo,—y mi
mozo sanará.”
El siervo del centurión había sido herido de parálisis, y estaba a
punto de morir. Entre los romanos los siervos eran esclavos que se
compraban y vendían en los mercados, y eran tratados con ultrajes y
crueldad. Pero el centurión amaba tiernamente a su siervo, y deseaba
grandemente que se restableciese. Creía que Jesús podría sanarle.
No había visto al Salvador, pero los informes que había oído le ha-
bían inspirado fe. A pesar del formalismo de los judíos, este oficial
romano estaba convencido de que tenían una religión superior a la
suya. Ya había derribado las vallas del prejuicio y odio nacionales
que separaban a los conquistadores de los conquistados. Había ma-
nifestado respeto por el servicio de Dios, y demostrado bondad a
los judíos, adoradores de Dios. En la enseñanza de Cristo, según le
había sido explicada, hallaba lo que satisfacía la necesidad del alma.
Todo lo que había de espiritual en él respondía a las palabras del
Salvador. Pero se sentía indigno de presentarse ante Jesús, y rogó a
los ancianos judíos que le pidiesen que sanase a su siervo. Pensaba
que ellos conocían al gran Maestro, y sabrían acercarse a él para
obtener su favor.
Al entrar Jesús en Capernaúm, fué recibido por una delegación
de ancianos, que le presentaron el deseo del centurión. Le hicieron
notar que era “digno de concederle esto; que ama nuestra nación, y
él nos edificó una sinagoga.”
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