“Calla, enmudece”
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de salir solos. Había otros barcos de pesca cerca de la orilla, que
pronto se llenaron de gente que se proponía seguir a Jesús, ávida de
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continuar viéndole y oyéndole.
El Salvador estaba por fin aliviado de la presión de la multitud, y,
vencido por el cansancio y el hambre, se acostó en la popa del barco
y no tardó en quedarse dormido. El anochecer había sido sereno y
plácido, y la calma reinaba sobre el lago. Pero de repente las tinieblas
cubrieron el cielo, bajó un viento furioso por los desfiladeros de las
montañas, que se abrían a lo largo de la orilla oriental, y una violenta
tempestad estalló sobre el lago.
El sol se había puesto y la negrura de la noche se asentó sobre
el tormentoso mar. Las olas, agitadas por los furiosos vientos, se
arrojaban bravías contra el barco de los discípulos y amenazaban
hundirlo. Aquellos valientes pescadores habían pasado su vida sobre
el lago, y habían guiado su embarcación a puerto seguro a través de
muchas tempestades; pero ahora su fuerza y habilidad no valían nada.
Se hallaban impotentes en las garras de la tempestad, y desesperaron
al ver cómo su barco se anegaba.
Absortos en sus esfuerzos para salvarse, se habían olvidado de
que Jesús estaba a bordo. Ahora, reconociendo que eran vanas sus
labores y viendo tan sólo la muerte delante de sí, se acordaron de
Aquel a cuya orden habían emprendido la travesía del mar. En Jesús
se hallaba su única esperanza. En su desamparo y desesperación cla-
maron: “¡Maestro, Maestro!” Pero las densas tinieblas le ocultaban
de su vista. Sus voces eran ahogadas por el rugido de la tempestad y
no recibían respuesta. La duda y el temor los asaltaban. ¿Les habría
abandonado Jesús? ¿Sería ahora impotente para ayudar a sus discí-
pulos Aquel que había vencido la enfermedad, los demonios y aun
la muerte? ¿No se acordaba de ellos en su angustia?
Volvieron a llamar, pero no recibieron otra respuesta que el silbi-
do del rugiente huracán. Ya se estaba hundiendo el barco. Dentro de
un momento, según parecía, iban a ser tragados por las hambrientas
aguas.
De repente, el fulgor de un rayo rasgó las tinieblas y vieron a
Jesús acostado y dormido sin que le perturbase el tumulto. Con
asombro y desesperación, exclamaron: “¿Maestro, no tienes cuida-
do que perecemos?” ¿Cómo podía él descansar tan apaciblemente
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mientras ellos estaban en peligro, luchando con la muerte?