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El Deseado de Todas las Gentes
Sus clamores despertaron a Jesús. Pero al iluminarle el resplan-
dor del rayo, vieron la paz del cielo reflejada en su rostro; leyeron en
su mirada un amor abnegado y tierno, y sus corazones se volvieron
a él para exclamar: “Señor, sálvanos, que perecemos.”
Nunca dió un alma expresión a este clamor sin que fuese oído.
Mientras los discípulos asían sus remos para hacer un postrer es-
fuerzo, Jesús se levantó. De pie en medio de los discípulos, mientras
la tempestad rugía, las olas se rompían sobre ellos y el relámpago
iluminaba su rostro, levantó la mano, tan a menudo empleada en
hechos de misericordia, y dijo al mar airado: “Calla, enmudece.”
La tempestad cesó. Las olas reposaron. Disipáronse las nubes
y las estrellas volvieron a resplandecer. El barco descansaba sobre
un mar sereno. Entonces, volviéndose a sus discípulos, Jesús les
preguntó con tristeza: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo
no tenéis fe?”
El silencio cayó sobre los discípulos. Ni siquiera Pedro intentó
expresar la reverencia que llenaba su corazón. Los barcos que habían
salido para acompañar a Jesús se habían visto en el mismo peligro
que el de los discípulos. El terror y la desesperación se habían apode-
rado de sus ocupantes; pero la orden de Jesús había traído calma a la
escena de tumulto. La furia de la tempestad había arrojado los barcos
muy cerca unos de otros, y todos los que estaban a bordo de ellos
habían presenciado el milagro. Una vez que se hubo restablecido
la calma, el temor quedó olvidado. La gente murmuraba entre sí,
preguntando: “¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y la mar le
obedecen?”
Cuando Jesús fué despertado para hacer frente a la tempestad, se
hallaba en perfecta paz. No había en sus palabras ni en su mirada el
menor vestigio de temor, porque no había temor en su corazón. Pero
él no confiaba en la posesión de la omnipotencia. No era en calidad
de “dueño de la tierra, del mar y del cielo” cómo descansaba en paz.
Había depuesto ese poder, y aseveraba: “No puedo yo de mí mismo
hacer nada.
Jesús confiaba en el poder del Padre; descansaba en
la fe—la fe en el amor y cuidado de Dios,—y el poder de aquella
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palabra que calmó la tempestad era el poder de Dios.
Así como Jesús reposaba por la fe en el cuidado del Padre, así
también hemos de confiar nosotros en el cuidado de nuestro Salvador.
Si los discípulos hubiesen confiado en él, habrían sido guardados en