Página 310 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
no es muerta, mas duerme.” Ellos se indignaron al oír las palabras
del forastero. Habían visto a la niña en las garras de la muerte, y se
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burlaron de él. Después de exigir que todos abandonasen la casa,
Jesús tomó al padre y a la madre de la niña, y a Pedro, Santiago y
Juan, y juntos entraron en la cámara mortuoria.
Jesús se acercó a la cama, y tomando la mano de la niña en
la suya, pronunció suavemente en el idioma familiar del hogar, las
palabras: “Muchacha, a ti digo, levántate.”
Instantáneamente, un temblor pasó por el cuerpo inconsciente.
El pulso de la vida volvió a latir. Los labios se entreabrieron con una
sonrisa. Los ojos se abrieron como si ella despertase del sueño, y la
niña miró con asombro al grupo que la rodeaba. Se levantó, y sus
padres la estrecharon en sus brazos llorando de alegría.
Mientras se dirigía a la casa del príncipe, Jesús había encontrado
en la muchedumbre una pobre mujer que durante doce años había
estado sufriendo de una enfermedad que hacía de su vida una car-
ga. Había gastado todos sus recursos en médicos y remedios, con
el único resultado de ser declarada incurable. Pero sus esperanzas
revivieron cuando oyó hablar de las curaciones de Cristo. Estaba
segura de que si podía tan sólo ir a él, sería sanada. Con debilidad y
sufrimiento, vino a la orilla del mar donde estaba enseñando Jesús y
trató de atravesar la multitud, pero en vano. Luego le siguió desde la
casa de Leví Mateo, pero tampoco pudo acercársele. Había empe-
zado a desesperarse, cuando, mientras él se abría paso por entre la
multitud, llegó cerca de donde ella se encontraba.
Había llegado su áurea oportunidad. ¡Se hallaba en presencia del
gran Médico! Pero entre la confusión no podía hablarle, ni lograr
más que vislumbrar de paso su figura. Con temor de perder su única
oportunidad de alivio, se adelantó con esfuerzo, diciéndose: “Si
tocare tan solamente su vestido, seré salva.” Y mientras él pasaba,
ella extendió la mano y alcanzó a tocar apenas el borde de su manto;
pero en aquel momento supo que había quedado sana. En aquel
toque se concentró la fe de su vida, e instantáneamente su dolor y
debilidad fueron reemplazados por el vigor de la perfecta salud.
Con corazón agradecido, trató entonces de retirarse de la muche-
dumbre; pero de repente Jesús se detuvo y la gente también hizo alto.
Jesús se dió vuelta, y mirando en derredor preguntó con una voz
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que se oía distintamente por encima de la confusión de la multitud: