Página 340 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
sí, convinieron en tomarle por fuerza y proclamarle rey de Israel.
Los discípulos se unieron a la muchedumbre para declarar que el
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trono de David era herencia legítima de su Maestro. Dijeron que era
la modestia de Cristo lo que le hacía rechazar tal honor. Exalte el
pueblo a su Libertador, pensaban. Véanse los arrogantes sacerdotes
y príncipes obligados a honrar a Aquel que viene revestido con la
autoridad de Dios.
Con avidez decidieron llevar a cabo su propósito; pero Jesús vió
lo que se estaba tramando y comprendió, como no podían hacerlo
ellos, cuál sería el resultado de un movimiento tal. Los sacerdotes y
príncipes estaban ya buscando su vida. Le acusaban de apartar a la
gente de ellos. La violencia y la insurrección seguirían a un esfuerzo
hecho para colocarle sobre el trono, y la obra del reino espiritual
quedaría estorbada. Sin dilación, el movimiento debía ser detenido.
Llamando a sus discípulos, Jesús les ordenó que tomasen el bote
y volviesen en seguida a Capernaúm, dejándole a él despedir a la
gente.
Nunca antes había parecido tan imposible cumplir una orden de
Cristo. Los discípulos habían esperado durante largo tiempo un mo-
vimiento popular que pusiese a Jesús en el trono; no podían soportar
el pensamiento de que todo ese entusiasmo fuera reducido a la nada.
Las multitudes que se estaban congregando para observar la Pascua
anhelaban ver al nuevo Profeta. Para sus seguidores, ésta parecía la
oportunidad áurea de establecer a su amado Maestro sobre el trono
de Israel. En el calor de esta nueva ambición, les era difícil irse
solos y dejar a Jesús en aquella orilla desolada. Protestaron contra
tal disposición; pero Jesús les habló entonces con una autoridad que
nunca había asumido para con ellos. Sabían que cualquier oposición
ulterior de su parte sería inútil, y en silencio se volvieron hacia el
mar.
Jesús ordenó entonces a la multitud que se dispersase; y su ac-
titud era tan decidida que nadie se atrevió a desobedecerle. Las
palabras de alabanza y exaltación murieron en los labios de los con-
currentes. En el mismo acto de adelantarse para tomarle, sus pasos
se detuvieron y se desvanecieron las miradas alegres y anhelantes
de sus rostros. En aquella muchedumbre había hombres de voluntad
fuerte y firme determinación; pero el porte regio de Jesús y sus pocas
y tranquilas palabras de orden apagaron el tumulto y frustraron sus