Una noche sobre el lago
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designios. Reconocieron en él un poder superior a toda autoridad
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terrenal, y sin una pregunta se sometieron.
Cuando fué dejado solo, Jesús “subió al monte apartado a orar.”
Durante horas continuó intercediendo ante Dios. Oraba no por sí
mismo sino por los hombres. Pidió poder para revelarles el carácter
divino de su misión, para que Satanás no cegase su entendimiento
y pervirtiese su juicio. El Salvador sabía que sus días de ministerio
personal en la tierra estaban casi terminados y que pocos le recibirían
como su Redentor. Con el alma trabajada y afligida, oró por sus dis-
cípulos. Ellos habían de ser intensamente probados. Las esperanzas
que por mucho tiempo acariciaran, basadas en un engaño popular,
habrían de frustrarse de la manera más dolorosa y humillante. En
lugar de su exaltación al trono de David, habían de presenciar su
crucifixión. Tal había de ser, por cierto, su verdadera coronación.
Pero ellos no lo discernían, y en consecuencia les sobrevendrían
fuertes tentaciones que les sería difícil reconocer como tales. Sin el
Espíritu Santo para iluminar la mente y ampliar la comprensión, la
fe de los discípulos faltaría. Le dolía a Jesús que el concepto que
ellos tenían de su reino fuera tan limitado al engrandecimiento y
los honores mundanales. Pesaba sobre su corazón la preocupación
que sentía por ellos, y derramaba sus súplicas con amarga agonía y
lágrimas.
Los discípulos no habían abandonado inmediatamente la tierra,
según Jesús les había indicado. Aguardaron un tiempo, esperando
que él viniese con ellos. Pero al ver que las tinieblas los rodeaban
prestamente, “entrando en un barco, venían de la otra parte de la
mar hacia Capernaúm.” Habían dejado a Jesús descontentos en su
corazón, más impacientes con él que nunca antes desde que le reco-
nocieran como su Señor. Murmuraban porque no les había permitido
proclamarle rey. Se culpaban por haber cedido con tanta facilidad a
su orden. Razonaban que si hubiesen sido más persistentes, podrían
haber logrado su propósito.
La incredulidad estaba posesionándose de su mente y corazón.
El amor a los honores los cegaba. Ellos sabían que Jesús era odiado
de los fariseos y anhelaban verle exaltado como les parecía que debía
serlo. El estar unidos con un Maestro que podía realizar grandes
milagros, y, sin embargo, ser vilipendiados como engañadores era
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una prueba difícil de soportar. ¿Habían de ser tenidos siempre por