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El Deseado de Todas las Gentes
discípulos de un falso profeta? ¿No habría nunca de asumir Cristo
su autoridad como rey? ¿Por qué no se revelaba en su verdadero
carácter el que poseía tal poder, y así hacía su senda menos dolorosa?
¿Por qué no había salvado a Juan el Bautista de una muerte violenta?
Así razonaban los discípulos hasta que atrajeron sobre sí grandes
tinieblas espirituales. Se preguntaban: ¿Podía ser Jesús un impostor,
según aseveraban los fariseos?
Ese día los discípulos habían presenciado las maravillosas obras
de Cristo. Parecía que el cielo había bajado a la tierra. El recuerdo
de aquel día precioso y glorioso debiera haberlos llenado de fe
y esperanza. Si de la abundancia de su corazón hubiesen estado
conversando respecto a estas cosas, no habrían entrado en tentación.
Pero su desilusión absorbía sus pensamientos. Habían olvidado las
palabras de Cristo: “Recoged los pedazos que han quedado, porque
no se pierda nada.” Aquellas habían sido horas de gran bendición
para los discípulos, pero las habían olvidado. Estaban en medio de
aguas agitadas. Sus pensamientos eran tumultuosos e irrazonables,
y el Señor les dió entonces otra cosa para afligir sus almas y ocupar
sus mentes. Dios hace con frecuencia esto cuando los hombres se
crean cargas y dificultades. Los discípulos no necesitaban hacerse
dificultades. El peligro se estaba acercando rápidamente.
Una violenta tempestad estaba por sobrecogerles y ellos no es-
taban preparados para ella. Fué un contraste repentino, porque el
día había sido perfecto; y cuando el huracán los alcanzó, sintieron
miedo. Olvidaron su desafecto, su incredulidad, su impaciencia. Ca-
da uno se puso a trabajar para impedir que el barco se hundiese.
Por el mar, era corta la distancia que separaba a Betsaida del punto
adonde esperaban encontrarse con Jesús, y en tiempo ordinario el
viaje requería tan sólo unas horas, pero ahora eran alejados cada vez
más del punto que buscaban. Hasta la cuarta vela de la noche lucha-
ron con los remos. Entonces los hombres cansados se dieron por
perdidos. En la tempestad y las tinieblas, el mar les había enseñado
cuán desamparados estaban, y anhelaban la presencia de su Maestro.
Jesús no los había olvidado. El que velaba en la orilla vió a
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aquellos hombres que llenos de temor luchaban con la tempestad.
Ni por un momento perdió de vista a sus discípulos. Con la más pro-
funda solicitud, sus ojos siguieron al barco agitado por la tormenta
con su preciosa carga; porque estos hombres habían de ser la luz