Página 343 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Una noche sobre el lago
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del mundo. Como una madre vigila con tierno amor a su hijo, el
compasivo Maestro vigilaba a sus discípulos. Cuando sus corazones
estuvieron subyugados, apagada su ambición profana y en humildad
oraron pidiendo ayuda, les fué concedida.
En el momento en que ellos se creyeron perdidos, un rayo de luz
reveló una figura misteriosa que se acercaba a ellos sobre el agua.
Pero no sabían que era Jesús. Tuvieron por enemigo al que venía
en su ayuda. El terror se apoderó de ellos. Las manos que habían
asido los remos con músculos de hierro, los soltaron. El barco se
mecía al impulso de las olas, todos los ojos estaban fijos en esta
visión de un hombre que andaba sobre las espumosas olas de un
mar agitado. Ellos pensaban que era un fantasma que presagiaba
su destrucción y gritaron atemorizados. Jesús siguió avanzando,
como si quisiese pasar más allá de donde estaban ellos, pero le
reconocieron, y clamaron a él pidiéndole ayuda. Su amado Maestro
se volvió entonces, y su voz aquietó su temor: “Alentaos; yo soy, no
temáis.”
Tan pronto como pudieron creer el hecho prodigioso, Pedro
se sintió casi fuera de sí de gozo. Como si apenas pudiese creer,
exclamó: “Señor, si tú eres, manda que yo vaya a ti sobre las aguas.
Y él dijo: Ven.”
Mirando a Jesús, Pedro andaba con seguridad; pero cuando
con satisfacción propia, miró hacia atrás, a sus compañeros que
estaban en el barco, sus ojos se apartaron del Salvador. El viento era
borrascoso. Las olas se elevaban a gran altura, directamente entre
él y el Maestro; y Pedro sintió miedo. Durante un instante, Cristo
quedó oculto de su vista, y su fe le abandonó. Empezó a hundirse.
Pero mientras las ondas hablaban con la muerte, Pedro elevó sus
ojos de las airadas aguas y fijándolos en Jesús, exclamó: “Señor,
sálvame.” Inmediatamente Jesús asió la mano extendida, diciéndole:
“Oh hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”
Andando lado a lado, y teniendo Pedro su mano en la de su Maes-
tro, entraron juntos en el barco. Pero Pedro estaba ahora subyugado
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y callado. No tenía motivos para alabarse más que sus compañeros,
porque por la incredulidad y el ensalzamiento propio, casi había
perdido la vida. Cuando apartó sus ojos de Jesús, perdió pie y se
hundía en medio de las ondas.