“Nada os será imposible”
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tancia que les había ocasionado amargo chasco y humillación.
Mientras estaban esperando al pie de la montaña, un padre les
había traído a su hijo para que lo librasen de un espíritu mudo
que le atormentaba. Cuando Jesús mandó a los doce a predicar por
Galilea, les había conferido autoridad sobre los espíritus inmundos
para poder echarlos. Mientras conservaron firme su fe, los malos
espíritus habían obedecido sus palabras. Ahora, en el nombre de
Cristo, ordenaron al espíritu torturador que dejase a su víctima, pero
el demonio no había hecho sino burlarse de ellos mediante un nuevo
despliegue de su poder. Los discípulos, incapaces de explicarse su
derrota, sentían que estaban atrayendo deshonor sobre sí mismos y su
Maestro. Y en la muchedumbre había escribas que sacaban partido
de esa oportunidad para humillarlos. Agolpándose en derredor de
los discípulos, los acosaban con preguntas, tratando de demostrar
que ellos y su Maestro eran impostores. Allí había un espíritu malo
que ni los discípulos ni Cristo mismo podrían vencer, declararon
triunfalmente los rabinos. La gente se inclinaba a concordar con los
escribas, y dominaba a la muchedumbre un sentimiento de desprecio
y burla.
Pero de repente las acusaciones cesaron. Se vió a Jesús y los tres
discípulos que se acercaban, y con una rápida reversión de senti-
mientos, la gente se volvió para recibirlos. La noche de comunión
con la gloria celestial había dejado su rastro sobre el Salvador y sus
compañeros. En sus semblantes, había una luz que infundía reve-
rencia a quienes los miraban. Los escribas se retiraron temerosos,
mientras que la gente daba la bienvenida a Jesús.
Como si hubiese presenciado todo lo que había ocurrido, el
Salvador vino a la escena del conflicto y fijando su mirada en los
escribas preguntó: “¿Qué disputáis con ellos?”
Pero las voces que antes habían sido tan atrevidas y desafiantes
permanecieron ahora calladas. El silencio embargaba a todo el grupo.
Entonces el padre afligido se abrió paso entre la muchedumbre, y
cayendo a los pies de Jesús expresó su angustia y desaliento:
“Maestro—dijo,—traje a ti mi hijo, que tiene un espíritu mudo,
el cual, donde quiera que le toma, le despedaza; ... y dije a tus
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discípulos que le echasen fuera, y no pudieron.”
Jesús miró en derredor suyo a la multitud despavorida, a los
cavilosos escribas, a los perplejos discípulos. Vió incredulidad en