Página 411 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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La fiesta de las cabañas
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sino también en memoria del cuidado protector de Dios sobre Israel
en el desierto. A fin de conmemorar su vida en tiendas, los israelitas
moraban durante la fiesta en cabañas o tabernáculos de ramas verdes.
Los erigían en las calles, en los atrios del templo, o en los techos de
las casas. Las colinas y los valles que rodeaban a Jerusalén estaban
también salpicados de estas moradas de hojas, y bullían de gente.
Con cantos sagrados y agradecimiento, los adoradores celebra-
ban esta ocasión. Un poco antes de la fiesta venía el día de las
expiaciones, en el cual, después de confesar sus pecados, el pueblo
era declarado en paz con el Cielo. Así quedaba preparado el regocijo
de la fiesta. Se elevaba triunfalmente el salmo: “Alabad a Jehová,
porque es bueno; porque para siempre es su misericordia,
mien-
tras que toda clase de música, mezclada con clamores de hosanna,
acompañaba el canto al unísono. El templo era el centro del gozo
universal. Allí se veía la pompa de las ceremonias de los sacrificios.
Allí, alineado a ambos lados de las gradas de mármol blanco del
edificio sagrado, el coro de levitas dirigía el servicio de canto. La
multitud de los adoradores, agitando sus palmas y ramas de mir-
to, unía su voz a los acordes, y repetía el coro; y luego la melodía
era entonada por voces cercanas y lejanas, hasta que de las colinas
circundantes parecían brotar cantos de alabanza.
Por la noche, el templo y su atrio resplandecían de luz artifi-
cial. La música, la agitación de las palmas, los gratos hosannas, el
gran concurso de gente, sobre el cual la luz se derramaba desde
las lámparas colgantes, el atavío de los sacerdotes y la majestad de
las ceremonias se combinaban para formar una escena que impre-
sionaba profundamente a los espectadores. Pero la ceremonia más
impresionante de la fiesta, la que causaba el mayor regocijo, era una
conmemoración de cierto acontecimiento de la estada en el desierto.
Al alba del día, los sacerdotes emitían una larga y aguda nota con
sus trompetas de plata, y las trompetas que contestaban, así como
los alegres gritos del pueblo desde sus cabañas, que repercutían
por las colinas y los valles, daban la bienvenida al día de fiesta.
Después, el sacerdote sacaba de las aguas del Cedrón un cántaro de
agua, y, alzándolo en alto mientras resonaban las trompetas, subía
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las altas gradas del templo, al compás de la música, con paso lento
y mesurado, cantando mientras tanto: “Nuestros pies estuvieron en
tus puertas, oh Jerusalem.