Página 472 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
tales es el reino de Dios.” Tomó a los niños en sus brazos, puso las
manos sobre ellos y les dió la bendición que habían venido a buscar.
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Las madres quedaron consoladas. Volvieron a sus casas fortaleci-
das y bendecidas por las palabras de Cristo. Quedaron animadas para
reasumir sus cargas con nueva alegría, y para trabajar con esperanza
por sus hijos. Las madres de hoy han de recibir sus palabras con la
misma fe. Cristo es tan ciertamente un Salvador personal hoy como
cuando vivió como hombre entre los hombres. Es tan ciertamente el
ayudador de las madres hoy como cuando reunía a los pequeñuelos
en sus brazos en Judea. Los hijos de nuestros hogares son tanto la
adquisición de su sangre como lo eran los niños de entonces.
Jesús conoce la preocupación del corazón de cada madre. El que
tuvo una madre que luchó con la pobreza y la privación, simpatiza
con cada madre en sus trabajos. El que hizo un largo viaje para
aliviar el ansioso corazón de una mujer cananea, hará otro tanto
por las madres de hoy. El que devolvió a la viuda de Naín su único
hijo, y en su agonía sobre la cruz se acordó de su propia madre, se
conmueve hoy por la tristeza de una madre. En todo pesar y en toda
necesidad, dará consuelo y ayuda.
Acudan las madres a Jesús con sus perplejidades. Hallarán gracia
suficiente para ayudarles en la dirección de sus hijos. Las puertas
están abiertas para toda madre que quiera poner sus cargas a los
pies del Salvador. El que dijo: “Dejad los niños venir a mí, y no los
impidáis,” sigue invitando a las madres a conducir a sus pequeñuelos
para que sean bendecidos por él. Aun el lactante en los brazos de su
madre, puede morar bajo la sombra del Todopoderoso por la fe de su
madre que ora. Juan el Bautista estuvo lleno del Espíritu Santo desde
su nacimiento. Si queremos vivir en comunión con Dios, nosotros
también podemos esperar que el Espíritu divino amoldará a nuestros
pequeñuelos, aun desde los primeros momentos.
En los niños que eran puestos en relación con él, Jesús veía a
los hombres y mujeres que serían herederos de su gracia y súbditos
de su reino, algunos de los cuales llegarían a ser mártires por su
causa. El sabía que estos niños le escucharían y aceptarían como
su Redentor con mayor facilidad que los adultos, muchos de los
cuales eran sabios en las cosas del mundo y de corazón endurecido.
En su enseñanza, él descendía a su nivel. El, la Majestad del cielo,
no desdeñaba contestar sus preguntas y simplificar sus importantes
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