Tu rey viene
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ella bajo el yugo romano, soportando el ceño de Dios, condenada a su
juicio retributivo. Reanuda el hilo interrumpido de su lamentación:
“Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre
ti, que tus enemigos te cercarán con baluarte, y te pondrán cerco, y
de todas partes te pondrán en estrecho, y te derribarán a tierra, y a
tus hijos dentro de ti; y no dejarán sobre ti piedra sobre piedra; por
cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.”
Cristo vino a salvar a Jerusalén con sus hijos; pero el orgullo, la
hipocresía, la malicia y el celo farisaico le habían impedido cumplir
su propósito. Jesús conocía la terrible retribución que caería sobre la
ciudad condenada. Vió a Jerusalén cercada de ejércitos, a sus sitiados
habitantes arrastrados al hambre y la muerte, a las madres alimen-
tándose con los cuerpos muertos de sus propios hijos, y a los padres
e hijos arrebatándose unos a otros el último bocado; vió los afectos
naturales destruídos por las angustias desgarradoras del hambre. Vió
que la testarudez de los judíos, evidenciada por el rechazamiento
de la salvación que él les ofrecía, los induciría también a rehusar
someterse a los ejércitos invasores. Contempló el Calvario, sobre el
cual él había de ser levantado, cuajado de cruces como un bosque
de árboles. Vió a sus desventurados habitantes sufriendo torturas
sobre el potro y crucificados, los hermosos palacios destruídos, el
templo en ruinas, y de sus macizas murallas ni una piedra sobre otra,
mientras la ciudad era arada como un campo. Bien podía el Salvador
llorar de agonía con esa espantosa escena a la vista.
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Jerusalén había sido la hija de su cuidado, y como un padre tierno
se lamenta sobre un hijo descarriado, así Jesús lloró sobre la ciudad
amada. ¿Cómo puedo abandonarte? ¿Cómo puedo verte condenada
a la destrucción? ¿Puedo permitirte colmar la copa de tu iniquidad?
Un alma es de tanto valor que, en comparación con ella, los mundos
se reducen a la insignificancia; pero ahí estaba por perderse una
nación entera. Cuando el sol ya en su ocaso desapareciera de la
vista, el día de gracia de Jerusalén habría terminado. Mientras la
procesión estaba detenida sobre la cresta del monte de las Olivas,
no era todavía demasiado tarde para que Jerusalén se arrepintiese.
El ángel de la misericordia estaba entonces plegando sus alas para
descender por los escalones del trono de oro a fin de dar lugar a
la justicia y al juicio inminentes. Pero el gran corazón de amor
de Cristo todavía intercedía por Jerusalén, que había despreciado