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El Deseado de Todas las Gentes
al Hijo de Dios y desdeñado su amor, que rehusaba ser convencida
por sus poderosos milagros y que estaba por quitarle la vida. El vió
lo que era ella bajo la culpabilidad de haber rechazado a su Redentor,
y lo que hubiera podido ser si hubiese aceptado a Aquel que era el
único que podía curar su herida. Había venido a salvarla; ¿cómo
podía abandonarla?
Israel había sido un pueblo favorecido; Dios había hecho del
templo su habitación; era “de hermosa perspectiva, el gozo de toda
la tierra.
Allí estaba la crónica de más de mil años de custodia
protectora y tierno amor de Cristo, como de un padre que soporta
a su hijo único. En aquel templo, los profetas habían proferido
sus solemnes admoniciones. Allí se habían mecido los incensarios
encendidos, de los que el incienso, mezclado con las oraciones de
los adoradores, había ascendido a Dios. Allí había fluído la sangre
de los animales, símbolo de la sangre de Cristo. Allí Jehová había
manifestado su gloria sobre el propiciatorio. Allí los sacerdotes
habían oficiado, y había continuado la pompa de los símbolos y las
ceremonias durante siglos. Pero todo esto debía terminar.
Jesús levantó la mano—la mano que a menudo bendecía a los
enfermos y dolientes,—y extendiéndola hacia la ciudad condenada,
con palabras entrecortadas de pena exclamó: “¡Oh si también tú
conocieses, a lo menos en este tu día, lo que toca a tu paz!” Aquí el
Salvador se detuvo, y no expresó lo que hubiera podido ser la con-
dición de Jerusalén si hubiese aceptado la ayuda que Dios deseaba
darle: el don de su amado Hijo. Si Jerusalén hubiese conocido lo que
era su privilegio conocer, y hecho caso de la luz que el Cielo le había
enviado, podría haberse destacado en la gloria de la prosperidad,
como reina de los reinos, libre en la fuerza del poder dado por su
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Dios. No habría habido soldados armados a sus puertas, ni banderas
romanas flameando en sus muros. El glorioso destino que podría
haber exaltado a Jerusalén si hubiese aceptado a su Redentor se
presentó ante el Hijo de Dios. Vió que hubiera podido ser sanada por
él de su grave enfermedad, librada de la servidumbre y establecida
como poderosa metrópoli de la tierra. La paloma de la paz hubiera
salido de sus muros rumbo a todas las naciones. Hubiera sido la
gloriosa diadema del mundo.
Pero el brillante cuadro de lo que Jerusalén podría haber sido se
desvanece de la vista del Salvador. El se da cuenta de que ahora está