Página 525 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Tu rey viene
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gusto y exquisita hechura; al enroscarse graciosamente alrededor
de las blancas y refulgentes columnas, adhiriéndose con brillantes
zarcillos a sus dorados ornamentos, capturaba el esplendor del sol
poniente y refulgía como con gloria prestada por el cielo.
Jesús contempla la escena y la vasta muchedumbre acalla sus
gritos, encantada por la repentina visión de belleza. Todas las mira-
das se dirigen al Salvador, esperando ver en su rostro la admiración
que sentían. Pero en vez de esto, observan una nube de tristeza.
Se sorprenden y chasquean al ver sus ojos llenos de lágrimas, y su
cuerpo estremeciéndose de la cabeza a los pies como un árbol ante
la tempestad, mientras sus temblorosos labios prorrumpen en gemi-
dos de angustia, como nacidos de las profundidades de un corazón
quebrantado. ¡Qué cuadro ofrecía esto a los ángeles que observa-
ban! ¡Su amado Jefe angustiado hasta las lágrimas! ¡Qué cuadro era
para la alegre multitud que con aclamaciones de triunfo y agitando
palmas le escoltaba a la gloriosa ciudad, donde esperaba con anhelo
que iba a reinar! Jesús había llorado junto a la tumba de Lázaro,
pero era con tristeza divina por simpatía con el dolor humano. Pero
esta súbita tristeza era como una nota de lamentación en un gran
coro triunfal. En medio de una escena de regocijo, cuando todos
estaban rindiéndole homenaje, el Rey de Israel lloraba; no silencio-
sas lágrimas de alegría, sino lágrimas acompañadas de gemidos de
irreprimible agonía. La multitud fué herida de repentina lobreguez.
Sus aclamaciones fueron acalladas. Muchos lloraban por simpatía
con un pesar que no comprendían.
Las lágrimas de Jesús no fueron derramadas porque presintiera
su sufrimiento. Delante de él estaba el Getsemaní, donde pronto
le envolvería el horror de una grande obscuridad. También estaba
a la vista la puerta de las ovejas, por la cual habían sido llevados
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durante siglos los animales destinados a los sacrificios. Esta puerta
pronto habría de abrirse para él, el gran Cordero de Dios, hacia cuyo
sacrificio por los pecados del mundo habían señalado todas aquellas
ofrendas. Estaba cerca el Calvario, el lugar de su inminente agonía.
Sin embargo, no era por causa de estas señales de su muerte cruel
por lo que el Redentor lloraba y gemía con espíritu angustiado. Su
tristeza no era egoísta. El pensamiento de su propia agonía no intimi-
daba a aquella alma noble y abnegada. Era la visión de Jerusalén la
que traspasaba el corazón de Jesús: Jerusalén, que había rechazado