Página 524 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
a Jesús. Como último recurso, se abrieron paso a través del gentío
hasta donde estaba el Salvador, y se dirigieron a él con palabras
de reprobación y amenazas: “Maestro, reprende a tus discípulos.”
Declararon que tan ruidosa demostración era contraria a la ley, y
que no sería permitida por las autoridades. Pero fueron reducidos
al silencio por la respuesta de Jesús: “Os digo que si éstos callaren,
las piedras clamarán.” Tal escena de triunfo estaba determinada por
Dios mismo. Había sido predicha por el profeta, y el hombre era
incapaz de desviar el propósito de Dios. Si los hombres no hubiesen
cumplido el plan de Dios, él habría dado voz a las piedras inanima-
das y ellas habrían saludado a su Hijo con aclamaciones de alabanza.
Cuando los fariseos, reducidos al silencio, se apartaron, miles de
voces repitieron las palabras de Zacarías: “Alégrate mucho, hija de
Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalem: he aquí, tu rey vendrá a
ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, así sobre
un pollino hijo de asna.
Cuando la procesión llegó a la cresta de la colina y estaba por
descender a la ciudad, Jesús se detuvo, y con él toda la multitud.
Delante de él yacía Jerusalén en su gloria, bañada por la luz del sol
poniente. El templo atraía todas las miradas. Al destacarse entre
todo con majestuosa grandeza, parecía señalar hacia el cielo como
si indicara al pueblo quién era el único Dios verdadero y viviente.
El templo había sido durante mucho tiempo el orgullo y la gloria
de la nación judía. Los romanos también se enorgullecían de su
magnificencia. Un rey nombrado por los romanos había unido sus
esfuerzos a los de los judíos para reedificarlo y embellecerlo, y el
emperador de Roma lo había enriquecido con sus dones. Su solidez,
riqueza y magnificencia lo habían convertido en una de las maravillas
del mundo.
Mientras el sol poniente teñía de oro los cielos, iluminaba glo-
riosa y esplendentemente los mármoles de blancura inmaculada de
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las paredes del templo y hacía fulgurar los dorados capiteles de sus
columnas. Desde la colina en que andaban Jesús y sus seguidores,
el templo ofrecía la apariencia de una maciza estructura de nieve,
con pináculos de oro. A la entrada, había una vid de oro y plata, con
hojas verdes y macizos racimos de uvas, ejecutada por los más hábi-
les artífices. Esta estructura representaba a Israel como una próspera
vid. El oro, la plata y el verde vivo estaban combinados con raro