Página 523 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Tu rey viene
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Debía llevar la carga de la humanidad hasta el momento de dar su
vida por la del mundo.
Este día, que parecía a los discípulos el día culminante de su
propia existencia, habría sido obscurecido con nubes muy tenebrosas
si ellos hubiesen sabido que esta escena de regocijo no era sino un
preludio de los sufrimientos y la muerte de su Señor. Aunque repeti-
das veces les había hablado de su seguro sacrificio, sin embargo, en
el alegre triunfo presente, olvidaron sus tristes palabras, y miraron
adelante a su próspero reinado sobre el trono de David.
Continuamente se unía más gente a la procesión y, con pocas
excepciones, todos se contagiaban del entusiasmo de la hora, para
acrecentar los hosannas que repercutían de colina en colina y de
valle en valle. El clamor subía continuamente: “¡Hosanna al Hijo de
David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en
las alturas!”
Nunca antes había visto el mundo tal escena de triunfo. No
se parecía en nada a la de los famosos conquistadores de la tierra.
Ningún séquito de afligidos cautivos la caracterizaba como trofeo del
valor real. Pero alrededor del Salvador estaban los gloriosos trofeos
de sus obras de amor por los pecadores. Los cautivos que él había
rescatado del poder de Satanás alababan a Dios por su liberación.
Los ciegos a quienes había restaurado la vista abrían la marcha.
Los mudos cuya lengua él había desatado voceaban las más sonoras
alabanzas. Los cojos a quienes había sanado saltaban de gozo y eran
los más activos en arrancar palmas para hacerlas ondear delante del
Salvador. Las viudas y los huérfanos ensalzaban el nombre de Jesús
por sus misericordiosas obras para con ellos. Los leprosos a quienes
había limpiado extendían a su paso sus inmaculados vestidos y le
saludaban Rey de gloria. Aquellos a quienes su voz había despertado
del sueño de la muerte estaban en la multitud. Lázaro, cuyo cuerpo
se había corrompido en el sepulcro, pero que ahora se gozaba en
la fuerza de una gloriosa virilidad, guiaba a la bestia en la cual
cabalgaba el Salvador.
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Muchos fariseos eran testigos de la escena y, ardiendo de envidia
y malicia, procuraron cambiar la corriente del sentimiento popular.
Con toda su autoridad trataron de imponer silencio al pueblo; pero
sus exhortaciones y amenazas no hacían sino acrecentar el entusias-
mo. Temían que esa multitud, por la fuerza del número, hiciera rey