Página 642 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
pero no logró sino cortar una oreja del siervo del sumo sacerdote.
Cuando Jesús vió lo que había hecho, libró sus manos, aunque eran
sujetadas firmemente por los soldados romanos, y diciendo: “Dejad
hasta aquí,” tocó la oreja herida, y ésta quedó inmediatamente sana.
Dijo luego a Pedro: “Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los
que tomaren espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no
puedo ahora orar a mi Padre, y él me daría más de doce legiones de
ángeles?”—una legión en lugar de cada uno de los discípulos. Pero
los discípulos se preguntaban: ¿Oh, por qué no se salva a sí mismo
y a nosotros? Contestando a su pensamiento inexpresado, añadió:
“¿Cómo, pues, se cumplirían las Escrituras, que así conviene que sea
hecho?” “El vaso que el Padre me ha dado, ¿no lo tengo de beber?”
La dignidad oficial de los dirigentes judíos no les había impe-
dido unirse al perseguimiento de Jesús. Su arresto era un asunto
demasiado importante para confiarlo a subordinados; así que los
astutos sacerdotes y ancianos se habían unido a la policía del templo
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y a la turba para seguir a Judas hasta Getsemaní. ¡Qué compañía
para estos dignatarios: una turba ávida de excitación y armada con
toda clase de instrumentos como para perseguir a una fiera!
Volviéndose a los sacerdotes y ancianos, Jesús fijó sobre ellos su
mirada escrutadora. Mientras viviesen, no se olvidarían de las pala-
bras que pronunciara. Eran como agudas saetas del Todopoderoso.
Con dignidad dijo: Salisteis contra mí con espadas y palos como
contra un ladrón. Día tras día estaba sentado enseñando en el templo.
Tuvisteis toda oportunidad de echarme mano, y nada hicisteis. La
noche se adapta mejor para vuestra obra. “Esta es vuestra hora, y la
potestad de las tinieblas.”
Los discípulos quedaron aterrorizados al ver que Jesús permitía
que se le prendiese y atase. Se ofendieron porque sufría esta humi-
llación para sí y para ellos. No podían comprender su conducta, y
le inculpaban por someterse a la turba. En su indignación y temor,
Pedro propuso que se salvasen a sí mismos. Siguiendo esta suges-
tión, “todos los discípulos huyeron, dejándole.” Pero Cristo había
predicho esta deserción. “He aquí—había dicho,—la hora viene, y
ha venido, que seréis esparcidos cada uno por su parte, y me dejaréis
solo: mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo.
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