Getsemaní
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pie como un ser glorificado, en medio de esta banda endurecida,
ahora postrada e inerme a sus pies. Los discípulos miraban, mudos
de asombro y pavor.
Pero la escena cambió rápidamente. La turba se levantó. Los
soldados romanos, los sacerdotes y Judas se reunieron en derredor de
Cristo. Parecían avergonzados de su debilidad, y temerosos de que
se les escapase todavía. Volvió el Redentor a preguntar: “¿A quién
buscáis?” Habían tenido pruebas de que el que estaba delante de
ellos era el Hijo de Dios, pero no querían convencerse. A la pregunta:
“¿A quién buscáis?” volvieron a contestar: “A Jesús Nazareno.” El
Salvador les dijo entonces: “Os he dicho que yo soy: pues si a mí
buscáis, dejad ir a éstos,” señalando a los discípulos. Sabía cuán
débil era la fe de ellos, y trataba de escudarlos de la tentación y la
prueba. Estaba listo para sacrificarse por ellos.
El traidor Judas no se olvidó de la parte que debía desempeñar.
Cuando entró la turba en el huerto, iba delante, seguido de cerca
por el sumo sacerdote. Había dado una señal a los perseguidores
de Jesús diciendo: “Al que yo besare, aquél es: prendedle.
Ahora,
fingiendo no tener parte con ellos, se acercó a Jesús, le tomó de la
mano como un amigo familiar, y diciendo: “Salve, Maestro,” le besó
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repetidas veces, simulando llorar de simpatía por él en su peligro.
Jesús le dijo: “Amigo, ¿a qué vienes?” Su voz temblaba de
pesar al añadir: “Judas, ¿con beso entregas al Hijo del hombre?”
Esta súplica debiera haber despertado la conciencia del traidor y
conmovido su obstinado corazón; pero le habían abandonado la
honra, la fidelidad y la ternura humana. Se mostró audaz y desafiador,
sin disposición a enternecerse. Se había entregado a Satanás y no
podía resistirle. Jesús no rechazó el beso del traidor.
La turba se envalentonó al ver a Judas tocar la persona de Aquel
que había estado glorificado ante sus ojos tan poco tiempo antes.
Se apoderó entonces de Jesús y procedió a atar aquellas preciosas
manos que siempre se habían dedicado a hacer bien.
Los discípulos habían pensado que su Maestro no se dejaría
prender. Porque el mismo poder que había hecho caer como muertos
a esos hombres podía dominarlos hasta que Jesús y sus compañeros
escapasen. Se quedaron chasqueados e indignados al ver sacar las
cuerdas para atar las manos de Aquel a quien amaban. En su ira, Pe-
dro sacó impulsivamente su espada y trató de defender a su Maestro,