Página 640 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
La agonía de Cristo no cesó, pero le abandonaron su depresión
y desaliento. La tormenta no se había apaciguado, pero el que era
su objeto fué fortalecido para soportar su furia. Salió de la prueba
sereno y henchido de calma. Una paz celestial se leía en su rostro
manchado de sangre. Había soportado lo que ningún ser humano
hubiera podido soportar; porque había gustado los sufrimientos de
la muerte por todos los hombres.
Los discípulos dormidos habían sido despertados repentinamente
por la luz que rodeaba al Salvador. Vieron al ángel que se inclinaba
sobre su Maestro postrado. Le vieron alzar la cabeza del Salvador
contra su pecho y señalarle el cielo. Oyeron su voz, como la música
más dulce, que pronunciaba palabras de consuelo y esperanza. Los
discípulos recordaron la escena transcurrida en el monte de la trans-
figuración. Recordaron la gloria que en el templo había circuído a
Jesús y la voz de Dios que hablara desde la nube. Ahora esa misma
gloria se volvía a revelar, y no sintieron ya temor por su Maestro.
Estaba bajo el cuidado de Dios, y un ángel poderoso había sido
enviado para protegerle. Nuevamente los discípulos cedieron, en su
cansancio, al extraño estupor que los dominaba. Nuevamente Jesús
los encontró durmiendo.
Mirándolos tristemente, dijo: “Dormid ya, y descansad: he aquí
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ha llegado la hora, y el Hijo del hombre es entregado en manos de
pecadores.”
Aun mientras decía estas palabras, oía los pasos de la turba que
le buscaba, y añadió: “Levantaos, vamos: he aquí ha llegado el que
me ha entregado.”
No se veían en Jesús huellas de su reciente agonía cuando se
dirigió al encuentro de su traidor. Adelantándose a sus discípulos,
dijo: “¿A quién buscáis?” Contestaron: “A Jesús Nazareno.” Jesús
respondió: “Yo soy.” Mientras estas palabras eran pronunciadas,
el ángel que acababa de servir a Jesús, se puso entre él y la turba.
Una luz divina iluminó el rostro del Salvador, y le hizo sombra una
figura como de paloma. En presencia de esta gloria divina, la turba
homicida no pudo resistir un momento. Retrocedió tambaleándose.
Sacerdotes, ancianos, soldados, y aun Judas, cayeron como muertos
al suelo.
El ángel se retiró, y la luz se desvaneció. Jesús tuvo oportunidad
de escapar, pero permaneció sereno y dueño de sí. Permaneció en