Getsemaní
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quiso pecar. Su oración expresa ahora solamente sumisión: “Si no
puede este vaso pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.”
Habiendo hecho la decisión, cayó moribundo al suelo del que se
había levantado parcialmente. ¿Dónde estaban ahora sus discípulos,
para poner tiernamente sus manos bajo la cabeza de su Maestro
desmayado, y bañar esa frente desfigurada en verdad más que la de
los hijos de los hombres? El Salvador pisó solo el lagar, y no hubo
nadie del pueblo con él.
Pero Dios sufrió con su Hijo. Los ángeles contemplaron la agonía
del Salvador. Vieron a su Señor rodeado por las legiones de las
fuerzas satánicas, y su naturaleza abrumada por un pavor misterioso
que lo hacía estremecerse. Hubo silencio en el cielo. Ningún arpa
vibraba. Si los mortales hubiesen percibido el asombro de la hueste
angélica mientras en silencioso pesar veía al Padre retirar sus rayos
de luz, amor y gloria de su Hijo amado, comprenderían mejor cuán
odioso es a su vista el pecado.
Los mundos que no habían caído y los ángeles celestiales habían
mirado con intenso interés mientras el conflicto se acercaba a su
fin. Satanás y su confederación del mal, las legiones de la apostasía,
presenciaban atentamente esta gran crisis de la obra de redención.
Las potestades del bien y del mal esperaban para ver qué respuesta
recibiría la oración tres veces repetida por Cristo. Los ángeles habían
anhelado llevar alivio al divino doliente, pero esto no podía ser. Nin-
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guna vía de escape había para el Hijo de Dios. En esta terrible crisis,
cuando todo estaba en juego, cuando la copa misteriosa temblaba
en la mano del Doliente, los cielos se abrieron, una luz resplandeció
de en medio de la tempestuosa obscuridad de esa hora crítica, y el
poderoso ángel que está en la presencia de Dios ocupando el lugar
del cual cayó Satanás, vino al lado de Cristo. No vino para quitar de
su mano la copa, sino para fortalecerle a fin de que pudiese beberla,
asegurado del amor de su Padre. Vino para dar poder al suplicante
divino-humano. Le mostró los cielos abiertos y le habló de las almas
que se salvarían como resultado de sus sufrimientos. Le aseguró
que su Padre es mayor y más poderoso que Satanás, que su muerte
ocasionaría la derrota completa de Satanás, y que el reino de este
mundo sería dado a los santos del Altísimo. Le dijo que vería el
trabajo de su alma y quedaría satisfecho, porque vería una multitud
de seres humanos salvados, eternamente salvos.