En el tribunal de Pilato
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pios! La conciencia y el deber señalan un camino, y el interés propio
señala otro. La corriente arrastra fuertemente en la mala dirección, y
el que transige con el mal es precipitado a las densas tinieblas de la
culpabilidad.
Pilato cedió a las exigencias de la turba. Antes que arriesgarse
a perder su puesto entregó a Jesús para que fuese crucificado, pero
a pesar de sus precauciones aquello mismo que temía le aconteció
después. Fué despojado de sus honores, fué derribado de su alto
cargo y, atormentado por el remordimiento y el orgullo herido, poco
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después de la crucifixión se quitó la vida. Asimismo, todos los
que transigen con el pecado no tendrán sino pesar y ruina. “Hay
camino que al hombre parece derecho; empero su fin son caminos
de muerte.
Cuando Pilato se declaró inocente de la sangre de Cristo, Caifás
contestó desafiante: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros
hijos.” Estas terribles palabras fueron repetidas por los sacerdotes
y gobernantes, y luego por la muchedumbre en un inhumano rugir
de voces. Toda la multitud contestó y dijo: “Su sangre sea sobre
nosotros, y sobre nuestros hijos.”
El pueblo de Israel había hecho su elección. Señalando a Jesús,
habían dicho: “Quita a éste, y suéltanos a Barrabás.” Barrabás, el
ladrón y homicida, era representante de Satanás. Cristo era el repre-
sentante de Dios. Cristo había sido rechazado; Barrabás había sido
elegido. Iban a tener a Barrabás. Al hacer su elección, aceptaban
al que desde el principio es mentiroso y homicida. Satanás era su
dirigente. Como nación, iban a cumplir sus dictados. Iban a hacer
sus obras. Tendrían que soportar su gobierno. El pueblo que eligió
a Barrabás en lugar de Cristo iba a sentir la crueldad de Barrabás
mientras durase el tiempo.
Mirando al herido Cordero de Dios, los judíos habían clamado:
“Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.” Este espantoso
clamor ascendió al trono de Dios. Esa sentencia, que pronunciaron
sobre sí mismos, fué escrita en el cielo. Esa oración fué oída. La
sangre del Hijo de Dios fué como una maldición perpetua sobre sus
hijos y los hijos de sus hijos.
Esto se cumplió en forma espantosa en la destrucción de Jeru-
salén y durante dieciocho siglos en la condición de la nación judía
que fué como un sarmiento cortado de la vid, una rama muerta y