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El Deseado de Todas las Gentes
exaltaban el poder de César. A fin de lograr la destrucción de Cristo,
profesaban ser leales al gobierno extranjero que odiaban.
“Cualquiera que se hace rey—continuaron,—a César contradi-
ce.” Esto tocaba a Pilato en un punto débil. Era sospechoso para el
gobierno romano, y sabía que un informe tal le arruinaría. Sabía que
si estorbaba a los judíos, volverían su ira contra él. Nada descuida-
rían para lograr su venganza. Tenía delante de sí un ejemplo de la
persistencia con que buscaban la vida de Uno a quien odiaban sin
razón.
Pilato tomó entonces su lugar en el sitial del tribunal, y volvió a
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presentar a Jesús al pueblo diciendo: “He aquí vuestro Rey.” Volvió
a oírse el furioso clamor: “Quita, quita, crucifícale.” Con voz que
fué oída lejos y cerca, Pilato preguntó: “¿A vuestro Rey he de cruci-
ficar?” Pero labios profanos y blasfemos pronunciaron las palabras:
“No tenemos rey sino a César.”
Al escoger así a un gobernante pagano, la nación judía se retiraba
de la teocracia. Rechazaba a Dios como su Rey. De ahí en adelante
no tendría libertador. No tendría otro rey sino a César. A esto habían
conducido al pueblo los sacerdotes y maestros. Eran responsables
de esto y de los temibles resultados que siguieron. El pecado de una
nación y su ruina se debieron a sus dirigentes religiosos.
“Y viendo Pilato que nada adelantaba, antes se hacía más albo-
roto, tomando agua se lavó las manos delante del pueblo, diciendo:
Inocente soy yo de la sangre de este justo: veréislo vosotros.” Con
temor y condenándose a sí mismo, Pilato miró al Salvador. En el
vasto mar de rostros vueltos hacia arriba, el suyo era el único apaci-
ble. En derredor de su cabeza parecía resplandecer una suave luz.
Pilato dijo en su corazón: Es un Dios. Volviéndose a la multitud,
declaró: Limpio estoy de su sangre, tomadle y crucificadle. Pero
notad, sacerdotes y príncipes, que yo lo declaro justo. Y Aquel a
quien él llama su Padre os juzgue a vosotros y no a mí por la obra
de este día. Luego dijo a Jesús: Perdóname por este acto; no puedo
salvarte. Y cuando le hubo hecho azotar otra vez, le entregó para ser
crucificado.
Pilato anhelaba librar a Jesús. Pero vió que no podría hacerlo y
conservar su puesto y sus honores. Antes que perder su poder mun-
danal, prefirió sacrificar una vida inocente. ¡Cuántos, para escapar a
la pérdida o al sufrimiento, sacrifican igualmente los buenos princi-