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Capítulo 33—Los libros en nuestros colegios
En la tarea de educar a los jóvenes en nuestros colegios, será
difícil retener la influencia del Santo Espíritu de Dios y afirmarse,
al mismo tiempo, en principios erróneos. La luz que resplandece
sobre los que tienen ojos para ver, no puede mezclarse con las ti-
nieblas de la herejía y el error hallados en muchos de los libros de
texto recomendados a los alumnos de nuestros colegios. Tanto estu-
diantes como profesores han creído que, para lograr una educación,
era necesario estudiar las producciones de escritores que enseñan
el ateísmo, en razón de que sus obras contienen brillantes gemas
de pensamiento. Pero ¿quién fué el originador de esas gemas de
pensamiento? Dios; y solamente Dios; pues él es la fuente de toda
luz. ¿No se hallan, acaso, en las páginas de la Sagrada Escritura
todas las cosas esenciales a la salud y crecimiento de la naturaleza
espiritual y moral? ¿No es Cristo nuestra cabeza viviente? ¿Y no
tenemos que crecer en él hasta la estatura perfecta de hombres y
mujeres? ¿Puede una fuente impura verter agua saludable? ¿Por qué
habríamos de vadear penosamente el conjunto de errores contenidos
en las obras de paganos e incrédulos para obtener el beneficio de
unas cuantas verdades intelectuales, cuando toda la verdad está a
nuestra disposición?
El hombre no puede llevar a efecto nada bueno sin Dios. El es el
originador de cada rayo de luz que traspasa las tinieblas del mundo.
Todo lo valioso proviene de Dios y le pertenece. Hay una razón por
la cual los agentes del enemigo despliegan a veces una sabiduría
notable. El mismo Satanás fué educado y disciplinado en los atrios
celestiales y posee un conocimiento del bien y del mal. Mezcla lo
bueno con lo vil, y esto es lo que le da poder para engañar a los
hijos de los hombres. Pero, por el hecho de que Satanás haya robado
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el ropaje divino a fin de poder ejercer influencia en sus usurpados
dominios, ¿se han de apartar de la luz para recomendar las tinieblas
los que estaban asentados en tinieblas y vieron gran luz? Aque-
llos que han conocido los oráculos de Dios, ¿han de recomendar a
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