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Un noble apóstol en el exilio
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La voz de la naturaleza
El apóstol contemplaba a su alrededor los testimonios del di-
luvio, que inundó a la tierra porque sus habitantes se atrevieron
a transgredir la ley de Dios. Las rocas, arrojadas desde el profun-
do abismo y desde la tierra, por la fuerza arrolladora de las aguas,
traían vívidamente a su imaginación los horrores de aquella pavorosa
manifestación de la ira de Dios.
Pero en tanto que todo lo que lo rodeaba parecía desolado y
desierto, los cielos azules que se extendían encima del apóstol por
sobre la solitaria Patmos, eran tan brillantes y hermosos como los
cielos que se extendían por encima de su propia y amada Jerusalén.
Observe el hombre alguna vez la gloria del cielo en las horas de la
noche, y note la obra del poder de Dios en las huestes allí presentes,
y aprenderá una lección de la grandeza del Creador en contraste
con su propia pequeñez. Si ha albergado orgullo y un espíritu de
importancia propia debido a las riquezas, los talentos o los atractivos
personales, salga afuera en la noche hermosa, y mire hacia arriba los
cielos estrellados, y aprenda a humillar su orgulloso espíritu en la
presencia del Infinito.
En la voz de las muchas aguas—el abismo llama al abismo—, el
profeta oyó la voz del Creador. El mar, fustigado con fiereza por los
vientos inclementes, representaba para él la ira de un Dios ofendido.
Las poderosas olas, en su más terrible conmoción, mantenidas dentro
de sus límites señalados por una mano invisible, le hablaban a Juan
de un infinito poder que gobierna el abismo. Y en contraste vio y
sintió la insensatez de los débiles mortales, meros gusanos del polvo,
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que se glorían de su sabiduría y fortaleza, y enaltecen su corazón
contra el Creador del universo, como si Dios fuera completamente
igual a ellos. ¡Cuán ciego y sin sentido es el orgullo humano! Una
hora de las bendiciones de Dios en la luz del sol y la lluvia sobre la
tierra, hará más para cambiar el rostro de la naturaleza que lo que
el hombre, con todo su jactancioso conocimiento y perseverantes
esfuerzos, podrá realizar durante todo el tiempo de su vida.
En los alrededores de su hogar isleño, el exiliado profeta leía las
manifestaciones del poder divino, y a través de todas las obras de la
naturaleza mantuvo comunión con su Dios. Desde la rocosa Patmos
subían al cielo el más ardiente anhelo del alma por Dios y las más