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Los Hechos de los Apóstoles
puestos que Dios ha señalado para la dirección de su pueblo. Dios ha
investido a su iglesia con especial autoridad y poder, que nadie tiene
derecho de desatender y despreciar; porque el que lo hace desprecia
la voz de Dios.
Los que se inclinan a considerar su juicio individual como su-
premo están en grave peligro. Es un plan estudiado de Satanás
separarlos de aquellos que son canales de luz y por medio de quie-
nes Dios ha obrado para unificar y extender su obra en la tierra.
Descuidar o despreciar a aquellos a quienes Dios ha señalado para
llevar las responsabilidades de la dirección en relación con el avance
de la verdad, es rechazar los medios que ha dispuesto para ayudar,
animar y fortalecer a su pueblo. El que cualquier obrero de la causa
de Dios pase por alto a los tales y piense que la luz divina no puede
venir por ningún otro medio que directamente de Dios, es colocarse
en una posición donde está expuesto a ser engañado y vencido por el
enemigo. El Señor en su sabiduría ha dispuesto que por medio de la
estrecha relación que deberían mantener entre sí todos los creyentes,
un cristiano esté unido a otro cristiano, y una iglesia a otra iglesia.
Así el instrumento humano será capacitado para cooperar con el
divino. Todo agente ha de estar subordinado al Espíritu Santo, y
todos los creyentes han de estar unidos en un esfuerzo organizado y
bien dirigido para dar al mundo las alegres nuevas de la gracia de
Dios.
Pablo consideró la ocasión de su ordenación formal como el
punto de partida que marcaba una nueva e importante época de su
vida. Y desde esa ocasión hizo arrancar más tarde el comienzo de su
apostolado en la iglesia cristiana.
Mientras la luz del Evangelio brillaba con esplendor en Antio-
quía, los apóstoles que habían quedado en Jerusalén continuaban
haciendo una obra importante. Cada año, en el tiempo de las fiestas,
muchos judíos de todos los países iban a Jerusalén para adorar en
el templo. Algunos de esos peregrinos eran hombres de piedad fer-
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viente y fervorosos estudiantes de las profecías. Estaban aguardando
y ansiando el advenimiento del Mesías prometido, la esperanza de
Israel. Mientras Jerusalén estaba llena de esos forasteros, los após-
toles predicaban a Cristo con denodado valor, aunque sabían que
al hacerlo estaban arriesgando constantemente la vida. El Espíritu
de Dios puso su sello sobre sus labores; se obtuvieron muchos con-