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Los Hechos de los Apóstoles
que aun en el trabajo de cada día, ha de honrarse a Dios. Sus manos
encallecidas por el trabajo no menoscababan en nada la fuerza de
sus patéticos llamamientos como ministro cristiano.
Pablo trabajaba algunas veces noche y día, no solamente para
su propio sostén, sino para poder ayudar a sus colaboradores. Com-
partía sus ganancias con Lucas, y ayudaba a Timoteo. Hasta sufría
hambre a veces, para poder aliviar las necesidades de otros. La suya
era una vida de abnegación. Hacia el fin de su ministerio, en ocasión
de su discurso de despedida a los ancianos de Efeso, en Mileto, pudo
levantar ante ellos sus manos gastadas por el trabajo, y decir: “La
plata, o el oro, o el vestido de nadie he codiciado. Antes, vosotros
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sabéis que para lo que me ha sido necesario, y a los que están con-
migo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que,
trabajando así, es necesario sobrellevar a los enfermos, y tener pre-
sente las palabras del Señor Jesús, el cual dijo: Más bienaventurada
cosa es dar que recibir.”
Hechos 20:33-35
.
Si los ministros sienten que están sufriendo durezas y privaciones
en la causa de Cristo, visiten con la imaginación el taller donde Pablo
trabajaba. Recuerden que mientras este hombre escogido por Dios
confeccionaba tiendas, trabajaba por el pan que ya había ganado con
justicia por sus labores como apóstol.
El trabajo es una bendición, no una maldición. Un espíritu de
indolencia destruye la piedad y entristece al Espíritu de Dios. Un
charco estancado es repulsivo, pero la corriente de agua pura esparce
salud y alegría sobre la tierra. Pablo sabía que aquellos que descuidan
el trabajo físico se debilitan rápidamente. Deseaba enseñar a los
ministros jóvenes que, trabajando con sus manos y poniendo en
ejercicio sus músculos y tendones, se fortalecerían para soportar las
faenas y privaciones que los aguardaban en el campo evangélico.
Y comprendía que su propia enseñanza carecería de vitalidad y
fuerza si no mantenía todas las partes de su organismo debidamente
ejercitadas.
El indolente se priva de la inestimable experiencia que se obtiene
por el fiel cumplimiento de los deberes comunes de la vida. No po-
cos, sino miles de seres humanos, existen solamente para consumir
los beneficios que Dios en su misericordia les concede. No traen al
Señor ofrendas de gratitud por las riquezas que les ha confiado. Olvi-
dan que negociando sabiamente con los talentos a ellos concedidos,