Página 359 - Los Hechos de los Ap

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Condenado a muerte
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su sostén y consolación y por quien él sacrificaba su vida. Oyó a
esos hombres santos que de siglo en siglo testificaron por su fe
asegurarle que Dios es fiel. A sus colaboradores, que para predicar el
Evangelio de Cristo salieron al encuentro del fanatismo religioso y
supersticiones paganas, persecución y desprecio, que no apreciaron
sus propias vidas, a fin de llevar en alto la luz de la cruz en el obscuro
laberinto de la incredulidad, oía testificar de Jesús como el Hijo de
Dios, el Salvador del mundo. De la rueda de tormento, la estaca,
el calabozo y de los escondrijos y cavernas de la tierra, llegaba
a sus oídos el grito de triunfo de los mártires. Oía el testimonio
de las almas resueltas, quienes, aunque desamparadas, afligidas y
atormentadas, padecían sin temor testificando solemnemente de su
fe, diciendo: “Yo sé en quién he creído.” Los que así rindieron su
vida por la fe, declararon al mundo que Aquel en quien habían
confiado era capaz de salvar hasta lo sumo.
Redimido Pablo por el sacrificio de Cristo, lavado del pecado en
su sangre y revestido de su justicia, tenía en sí mismo el testimonio
de que su alma era preciosa a la vista de su Redentor. Estaba su vida
oculta con Cristo en Dios, y tenía el convencimiento de que quien
venció la muerte es poderoso para guardar cuanto se le confíe. Su
mente se aferraba a la promesa del Salvador: “Yo le resucitaré en
el día postrero.”
Juan 6:40
. Sus pensamientos y esperanzas estaban
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concentrados en la segura venida de su Señor. Y al caer la espada
del verdugo, y agolparse sobre el mártir las sombras de la muerte,
se lanzó hacia adelante su último pensamiento—como lo hará el
primero que de él brote en el momento del gran despertar—al en-
cuentro del Autor de la vida que le dará la bienvenida al gozo de los
bienaventurados.
Casi veinte siglos han transcurrido desde que el anciano Pablo
vertió su sangre como testigo de la palabra de Dios y del testimo-
nio de Jesucristo. Ninguna mano fiel registró para las generaciones
futuras las últimas escenas de la vida de este santo apóstol; pero la
Inspiración nos ha conservado su postrer testimonio. Como reso-
nante trompeta, su voz ha vibrado desde entonces a través de los
siglos, enardeciendo con su propio valor a millares de testigos de
Cristo y despertando en millares de corazones afligidos el eco de su
triunfante gozo: “Porque yo ya estoy para ser ofrecido, y el tiempo
de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado