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La Historia de la Redención
castigo por sus pecados, después del cual, una vez librados de toda
impureza, serán admitidos en el cielo.
Otra invención más se necesitaba para que Roma pudiera apro-
vecharse de los temores y vicios de sus adherentes. Fue provista
por la doctrina de las indulgencias. Se prometía total remisión de
pecados, pasados, presentes y futuros, y la liberación de todas las
sanciones y penalidades en que se incurriera, a los que se alistaban
en las guerras del pontífice para extender sus dominios temporales
y castigar a sus enemigos, o para exterminar a los que se atrevían
a negar su supremacía espiritual. También se enseñó a la gente que
mediante el pago de ciertas sumas de dinero a la iglesia podía librar-
se del pecado y salvar también las almas de sus amigos fallecidos
que se encontraban confinados en medio de las llamas del tormento.
Mediante esos procedimientos Roma llenó sus cofres y sostuvo la
magnificencia, el lujo y el vicio de los pretendidos representantes
del que no tenía dónde reclinar la cabeza.
El rito bíblico de la Cena del Señor fue reemplazado por el sacri-
ficio de la misa. Los sacerdotes católicos pretendían que mediante
sus ceremonias podían convertir el pan y el vino en el verdadero
cuerpo y la verdadera sangre de Cristo. Con presunción pretendían
disponer abiertamente de poder para “crear a su Creador”. Se re-
quería que todos los cristianos, so pena de muerte, manifestaran
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su aceptación de ese terrible error que ofende al cielo. Los que
rehusaban eran entregados a las llamas.
El mediodía del papado fue la medianoche espiritual del mundo.
Las Sagradas Escrituras eran casi desconocidas, no sólo por la gente,
sino por los sacerdotes también. Tal como los fariseos de la antigüe-
dad, los dirigentes católicos aborrecían la luz que habría puesto en
evidencia sus pecados. Con la ley de Dios—la norma de la justicia—
fuera de quicio, ejercieron un poder ilimitado, y practicaron el vicio
sin restricción alguna. Prevalecían el fraude, la avaricia y la lascivia.
No había crimen que no se cometiera para obtener riquezas o escalar
posiciones. Los palacios de los papas y los prelados eran escenarios
del libertinaje más degradante. Algunos de los pontífices reinantes
cometieron crímenes tan repugnantes que los gobernantes seculares
trataron de deponer a esos dignatarios de la iglesia como monstruos
demasiado viles para ser tolerados sobre el trono. Por siglos no pro-