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La Historia de la Redención
Preparándose para salir al encuentro del señor
Con inefable anhelo los que habían recibido el mensaje aguar-
daban la venida de su Salvador. El tiempo cuando lo esperaban ya
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estaba cerca. Se aproximaron a esa hora con calma y solemnidad.
Descansaron en dulce comunión con Dios, como un anticipo de la
paz que gozarían en el glorioso porvenir. Ninguno de los que experi-
mentó esa esperanza y esa confianza podrá olvidar esas preciosas
horas de espera. En la mayor parte de los casos los negocios munda-
nales fueron puestos a un lado por algunas semanas. Los creyentes
examinaron cuidadosamente cada pensamiento y cada emoción de
sus corazones como si estuvieran en sus lechos de muerte y en pocas
horas debieran cerrar los ojos a las escenas terrenales. No se hicieron
“vestidos de ascensión”, pero todos sintieron la necesidad de gozar
de una evidencia interna de que estaban preparados para encontrarse
con su Salvador; sus vestiduras blancas eran la pureza del alma y
los caracteres limpios de pecado gracias a la sangre expiatoria de
Cristo.
Dios quiso probar a su pueblo. Su mano ocultó un error en el
cómputo de los períodos proféticos. Los adventistas no lo descu-
brieron, ni tampoco lo hicieron sus más instruidos oponentes. Estos
decían: “El cálculo de los períodos proféticos es correcto. Un gran
acontecimiento está a punto de ocurrir, pero no es lo que el se-
ñor Miller predice; es la conversión del mundo, y no el segundo
advenimiento de Cristo”.
El momento de la expectativa pasó, y Cristo no apareció para
liberar a su pueblo. Los que con fe sincera y amor esperaron a
su Salvador sufrieron una amarga desilusión. Pero el Señor había
cumplido su propósito: había probado los corazones de los que
profesaban esperar su venida. Muchos entre ellos habían actuado
por un motivo que no era más elevado que el temor. Su profesión
de fe no había afectado ni sus corazones ni sus vidas. Cuando
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el acontecimiento esperado no ocurrió, declararon que no estaban
chasqueados; nunca habían creído que Cristo pudiera venir. Fueron
los primeros en reírse de la pena de los verdaderos creyentes.
Pero Jesús y toda la hueste celestial consideró con amor y simpa-
tía a los probados aunque decepcionados fieles. Si se hubiera podido
descorrer el velo que separa el mundo visible del invisible, habrían