Ayuda para los tentados
No porque le hayamos amado primero nos amó Cristo a nosotros;
sino que “siendo aún pecadores,” él murió por nosotros. No nos trata
conforme a nuestros méritos. Por más que nuestros pecados hayan
merecido condenación no nos condena. Año tras año ha soportado
nuestra flaqueza e ignorancia, nuestra ingratitud y malignidad. A
pesar de nuestros extravíos, de la dureza de nuestro corazón, de
nuestro descuido de su Santa Palabra, nos alarga aún la mano.
La gracia es un atributo de Dios puesto al servicio de los seres
humanos indignos. Nosotros no la buscamos, sino que fué enviada en
busca nuestra. Dios se complace en concedernos su gracia, no porque
seamos dignos de ella, sino porque somos rematadamente indignos.
Lo único que nos da derecho a ella es nuestra gran necesidad.
Por medio de Jesucristo, el Señor Dios tiende siempre su mano
en señal de invitación a los pecadores y caídos. A todos los quiere
recibir. A todos les da la bienvenida. Se gloría en perdonar a los
mayores pecadores. Arrebatará la presa al poderoso, libertará al
cautivo, sacará el tizón del fuego. Extenderá la cadena de oro de su
gracia hasta las simas más hondas de la miseria humana, y elevará
al alma más envilecida por el pecado.
Todo ser humano es objeto del interés amoroso de Aquel que dió
su vida para convertir a los hombres a Dios. Como el pastor de su
rebaño, cuida de las almas culpables y desamparadas, expuestas a la
aniquilación por los ardides de Satanás.
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El ejemplo del Salvador debe servirnos de modelo para nuestro
servicio en pro de los tentados y extraviados. Hemos de manifestar
para con los demás el mismo interés, la misma ternura y longanimi-
dad que él manifestó hacia nosotros. “Como os he amado—dice,—
que también os améis los unos a los otros.”
Juan 13:34
. Si Cristo
mora en nosotros, manifestaremos su abnegado amor para con todos
aquellos con quienes tratemos. Cuando veamos a hombres y muje-
res necesitados de simpatía y ayuda, no nos preguntaremos si son
dignos, sino cómo podemos beneficiarles.
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