Página 175 - El Ministerio de Curacion (1959)

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La cura mental
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Nada tiende más a fomentar la salud del cuerpo y del alma que un
espíritu de agradecimiento y alabanza. Resistir a la melancolía, a los
pensamientos y sentimientos de descontento, es un deber tan positivo
como el de orar. Si somos destinados para el cielo, ¿cómo podemos
portarnos como un séquito de plañideras, gimiendo y lamentándonos
a lo largo de todo el camino que conduce a la casa de nuestro Padre?
Los profesos cristianos que están siempre lamentándose y pare-
cen creer que la alegría y la felicidad fueran pecado, desconocen la
religión verdadera. Los que sólo se complacen en lo melancólico del
mundo natural, que prefieren mirar hojas muertas a cortar hermosas
flores vivas, que no ven belleza alguna en los altos montes ni en los
valles cubiertos de verde césped, que cierran sus sentidos para no oír
la alegre voz que les habla en la naturaleza, música siempre dulce
para todo oído atento, los tales no están en Cristo. Se están prepa-
rando tristezas y tinieblas, cuando bien pudieran gozar de dicha, y la
luz del Sol de justicia podría despuntar en sus corazones llevándoles
salud en sus rayos.
Puede suceder a menudo que vuestro espíritu se anuble de dolor.
No tratéis entonces de pensar. Sabéis que Jesús os ama. Comprende
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vuestra debilidad. Podéis hacer su voluntad descansando sencilla-
mente en sus brazos.
Es una ley de la naturaleza que nuestros pensamientos y senti-
mientos resultan alentados y fortalecidos al darles expresión. Aunque
las palabras expresan los pensamientos, éstos a su vez siguen a las
palabras. Si diéramos más expresión a nuestra fe, si nos alegrásemos
más de las bendiciones que sabemos que tenemos: la gran miseri-
cordia y el gran amor de Dios, tendríamos más fe y gozo. Ninguna
lengua puede expresar, ninguna mente finita puede concebir la ben-
dición resultante de la debida apreciación de la bondad y el amor
de Dios. Aun en la tierra puede ser nuestro gozo como una fuente
inagotable, alimentada por las corrientes que manan del trono de
Dios.
Enseñemos, pues, a nuestros corazones y a nuestros labios a ala-
bar a Dios por su incomparable amor. Enseñemos a nuestras almas a
tener esperanza, y a vivir en la luz que irradia de la cruz del Calva-
rio. Nunca debemos olvidar que somos hijos del Rey celestial, del
Señor de los ejércitos. Es nuestro privilegio confiar reposadamente
en Dios.