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Mensajes para los Jóvenes
El modo de tratar a la madre es un indicador
El amor verdadero es una planta que necesita cultivo. Pregúntese
la mujer que desea una unión tranquila y feliz, y que quiere escapar
a futuras desgracias y penas, antes de dedicar sus afectos: “¿Tiene
madre mi novio? ¿Cuál es el sello de su carácter? ¿Reconoce él sus
obligaciones para con ella? ¿Tiene en cuenta sus deseos y su felici-
dad? Si no respeta y honra a su madre, ¿será respetuoso y cariñoso,
bondadoso y atento con su esposa? Cuando pase la novedad del
matrimonio, ¿me seguirá amando? ¿Será paciente con mis errores,
o será criticón, altivo y despótico?” El verdadero afecto pasará por
alto muchos errores; el amor no los discernirá.
No hay que confiar en los impulsos
Los jóvenes confían demasiado en los impulsos. No deberían
entregarse demasiado prestamente ni dejarse cautivar tan pronto por
el exterior atrayente del objeto de sus afectos. El noviazgo, tal cual
se realiza en esta época, es una farsa e hipocresía donde tiene más
que ver el enemigo de los seres humanos que el Señor. Si en algo se
necesita el buen sentido es en esto, pero el hecho es que este tiene
poca injerencia en el asunto.
Si los hijos tuvieran más familiaridad con sus padres, si les hi-
cieran confidencias y les confiaran sus gozos y penas, se ahorrarían
muchos pesares futuros. Cuando se hallen perplejos ante el camino
a seguir, expongan ante sus padres su punto de vista y pídanles
consejo. ¿Quiénes mejor que sus piadosos padres podrán señalar-
les los peligros? ¿Quiénes mejor que ellos podrán comprender sus
temperamentos especiales?
Los hijos cristianos apreciarán por encima de toda bendición
terrenal el amor y la aprobación de sus padres piadosos; y estos
pueden apoyar a los hijos y orar por ellos, y con ellos, para que Dios
los proteja y guíe. Les indicarán, más que toda otra cosa, al Amigo
y Consejero que se conmoverá por la sensación de sus flaquezas.
Aquel que fue tentado en todo punto como nosotros, pero sin pecado,
sabe cómo socorrer a los que son tentados.—
The Review and Herald,
26 de enero de 1886
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