Página 119 - Notas biogr

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Visitando a la Grey esparcida
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era muy activo en su oposición a las falsas enseñanzas y arrogantes
pretensiones de aquellos hombres. Además nos declaró explícita-
mente que no creía en visiones de ninguna clase.
Aunque de mala gana, el Hno. Butler consintió en asistir a la
reunión que celebraríamos en Johnson. Los dos caudillos del fana-
tismo que tanto habían engañado y oprimido a los hijos de Dios,
llegaron a la reunión en compañía de las dos mujeres que iban atavia-
das con vestidos de hilo blanco, con la negra cabellera caída y suelta
sobre los hombros. Los trajes de hilo blanco querían representar la
justicia de los santos.
Yo tenía un mensaje de reprobación para ellos, y mientras yo
hablaba, uno de esos dos hombres, el que estaba más adelante, man-
tuvo fija la vista en mí, como habían hecho otros mesmerizadores.
Pero yo no temía su mesmérica influencia. El cielo me daba fuerzas
para sobreponerme a su poder satánico. Los hijos de Dios que habían
estado en esclavitud empezaban a respirar libremente y a regocijarse
en el Señor.
Según proseguía la reunión, estos fanáticos trataban de levantarse
para hablar, pero no encontraban ocasión para ello. Se les dio a
conocer que su presencia allí no era grata, y sin embargo quisieron
quedarse. Entonces el Hno. Samuel Rhodes, agarrando por detrás la
silla en que estaba sentada una de las dos mujeres, la sacó del local,
arrastrándola a través de la galería hasta el césped. Después hizo
lo propio con la otra mujer. Los dos hombres abandonaron el local,
pero intentaron volver.
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Al concluir la reunión, mientras estábamos orando, uno de los
hombres se acercó a la puerta y comenzó a hablar. Le cerraron la
puerta sin dejarle entrar; pero él la abrió de nuevo y se puso a hablar
otra vez. Entonces descendió el poder de Dios sobre mi esposo,
quien, levantándose, extendió pálido las manos ante aquel hombre
mientras exclamaba: “El Señor no necesita aquí tu testimonio. El
Señor no quiere que vengáis a distraer y molestar aquí a su pueblo”.
El poder de Dios llenó el local. El hombre aquel, aterrado y
confundido retrocedió a través del vestíbulo hacia otro aposento,
dando traspiés y tropezando contra la pared, hasta que, recobrando
el equilibrio, encontró la puerta y salió de la casa. La presencia
del Señor, tan penosa para los fanáticos pecadores, impresionó con
reverente solemnidad a los circunstantes. Pero cuando se marcharon