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En Rochester, Nueva York
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estar dispuestos a llevar responsabilidades; y que debíamos abrir la
puerta para que el hermano de mi esposo, Natanael, y su hermana
Ana, vinieran a vivir con nosotros. Ambos eran inválidos, y sin
embargo, les extendimos una cordial invitación para venir a nuestro
hogar. Ellos aceptaron la invitación.
Apenas vimos a Natanael, temimos que la tuberculosis lo llevara
a la tumba. El color rojo propio de la tisis estaba ya en sus mejillas,
y sin embargo esperábamos y orábamos que el Señor le salvara la
vida, y que sus talentos fueran empleados en la causa de Dios. Pero
el Señor vio bueno obrar de otra manera.
Natanael y Ana aceptaron la verdad lentamente pero con mucha
comprensión. Ponderaron las evidencias de nuestra posición, y en
forma concienzuda se decidieron por la verdad. El 6 de mayo de
1853 le preparamos la cena a Natanael, pero pronto él dijo que se
estaba desmayando, y que sabía que estaba por morir. Mandó a
buscarme, y tan pronto como yo entré en la habitación, supe que
se estaba muriendo. Le dije: “Querido Natanael, confía en Dios. El
te ama, y tú lo amas a él. Confía en él como un hijo confía en sus
padres. No te aflijas. El Señor no te abandonará”. El contestó: “Sí,
sí”. Oramos, y él respondió: “Amén, ¡alabado sea el Señor!” No
parecía sentir dolor, no gimió ni una sola vez, ni luchó, ni movió un
músculo de su cara, sino que su respiración se fue haciendo más y
más corta, hasta que cayó dormido, a los 22 años de edad.
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