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Notas biográficas de Elena G. de White
que mi corazón jamás alcanzaría. Había visto a personas perder su
fuerza física bajo la influencia de una poderosa excitación mental,
y había oído que esa era la evidencia de la santificación. Pero no
podía comprender qué era necesario hacer para estar plenamente
consagrado a Dios. Mis amigos cristianos me decían: “¡Cree en
Jesús
ahora!
¡Cree que él te acepta
ahora!
” Trataba de hacerlo, pero
hallaba imposible creer que había recibido una bendición que, a mi
parecer, debía electrificar mi ser entero. Me preguntaba por qué tenía
una dureza tal de corazón que no me permitía experimentar la exal-
tación de espíritu que otros sentían. Me parecía que yo era diferente
de ellos, y que estaba privada para siempre del gozo perfecto de la
santidad de corazón.
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Mis ideas respecto de la justificación y la santificación eran
confusas. Estos dos estados de la vida se me presentaban como cosas
separadas y distintas la una de la otra; y sin embargo no podía notar
la diferencia de los términos o comprender su significado, y todas las
explicaciones de los predicadores aumentaban mis dificultades. Me
era imposible reclamar esa bendición para mí, y me preguntaba si la
misma había de encontrarse sólo entre los metodistas, y si, al asistir
a las reuniones adventistas no me estaba excluyendo a mí misma de
aquello que deseaba por encima de todo: el Espíritu santificador de
Dios.
Además observaba que los que aseveraban estar santificados
manifestaban un espíritu acerbo cuando se introducía el tema de la
pronta venida de Cristo. Esto no me parecía ser una manifestación
de la santidad que profesaban poseer. No podía entender por qué
algunos ministros se oponían desde el púlpito a la doctrina de que la
segunda venida de Cristo estaba cercana. De la predicación de esta
creencia había resultado una reforma, y muchos de los más devotos
ministros y miembros laicos la habían recibido como una verdad.
Me parecía que los que amaban a Jesús sinceramente estarían listos
para aceptar las nuevas de su venida, y regocijarse en el hecho de
que ella era inminente.
Sentía que yo podía reclamar tan sólo lo que ellos llamaban
justificación. En la Palabra de Dios yo leía que sin santidad nadie
podía ver a Dios. Existía, por lo tanto, alguna condición más elevada
que yo debía alcanzar antes que pudiera estar segura de la vida
eterna. Volvía a estudiar el tema continuamente; pues creía que