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Luchando contra la duda
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Cristo vendría pronto, y temía que pudiera hallarme sin preparación
para encontrarme con él. Palabras de condenación resonaban en mis
oídos día y noche, y mi clamor constante a Dios era: “¿Qué debo
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hacer para ser salva?”
La doctrina del castigo eterno
En mi mente la justicia de Dios eclipsaba su misericordia y
su amor. La angustia mental por la cual pasaba en ese tiempo era
grande. Se me había enseñado a creer en un infierno que ardía por la
eternidad; y al pensar en el estado miserable del pecador sin Dios,
sin esperanza, era presa de profunda desesperación. Temía perderme
y tener que vivir por toda la eternidad sufriendo una muerte en vida.
Siempre me acosaba el horroroso pensamiento de que mis pecados
eran demasiado grandes para ser perdonados, y de que tendría que
perderme eternamente.
Las horribles descripciones que había oído de almas perdidas
me abrumaban. Los ministros en el púlpito pintaban cuadros vívidos
de la condición de los perdidos. Enseñaban que Dios no se proponía
salvar sino a los santificados; que el ojo de Dios siempre estaba
vigilándonos; que Dios mismo llevaba los libros con una exactitud
de infinita sabiduría; que cada pecado que cometíamos era registrado
contra nosotros, y que traería su justo castigo.
Se lo representaba a Satanás como ávido de atrapar a su presa, y
de llevarnos a las más bajas profundidades de la angustia, para allí
regocijarse viéndonos sufrir en los horrores de un infierno que ardía
eternamente, adonde, después de torturas de miles y miles de años,
las olas de fuego impulsarían hacia la superficie a las víctimas que
se contorsionaban, las cuales lanzarían agudos gritos preguntando:
“¿Por cuánto tiempo, oh Señor, por cuánto tiempo más?” Entonces
la respuesta resonaría como trueno por el abismo: “¡Por toda la
eternidad!” Y de nuevo las llamas de fundición envolverían a los
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perdidos, llevándolos hacia abajo, a las profundidades de un mar de
fuego siempre inquieto.
Mientras escuchaba estas terribles descripciones, mi imagina-
ción era tan activa que comenzaba a traspirar, y me resultaba difícil
contener un clamor de angustia, pues me parecía ya sentir los do-
lores de la perdición. Entonces el ministro se espaciaba sobre la