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Capítulo 4—Comienzo de mis actividades públicas
Hasta entonces nunca había orado en público, y tan sólo unas
cuantas tímidas palabras habían salido de mis labios en las reuniones
de oración. Pero ahora me impresionaba la idea de que debía buscar
a Dios en oración en nuestras reuniones de testimonios. Sin embargo,
temerosa de confundirme y no poder expresar mis pensamientos, no
me atrevía a orar. Pero el sentimiento del deber de orar en público
me sobrecogió de tal manera que al orar en secreto me parecía
como si me burlara de Dios por no haber obedecido su voluntad. El
desaliento se apoderó de mí, y durante tres semanas ni un rayo de
luz vino a herir la melancólica lobreguez que me rodeaba.
Sufría muchísimo mentalmente. Hubo noches en que no me atre-
ví a cerrar los ojos, sino que esperé a que mi hermana se durmiese,
y levantándome entonces despacito de la cama, me arrodillaba en el
suelo para orar silenciosamente con una angustia muda e indescripti-
ble. Se me representaban sin cesar los horrores de un infierno eterno
y abrasador. Sabía que me era imposible vivir por mucho tiempo en
tal estado, y no tenía valor para morir y arrostrar la suerte de los pe-
cadores. ¡Con qué envidia miraba yo a los que se sentían aceptados
por Dios! ¡Cuán preciosa parecía la esperanza del creyente en mi
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alma agonizante!
Muchas veces permanecía postrada en oración casi toda la no-
che, gimiendo y temblando con indecible angustia y tan profunda
desesperación que no hay manera de expresarlas. Mi ruego era:
“¡Señor, ten misericordia de mí!”, y, como el pobre publicano, no me
atrevía a levantar los ojos al cielo sino que inclinaba mi rostro hacia
el suelo. Enflaquecí notablemente y decayeron mucho mis fuerzas,
pero guardaba mis sufrimientos y desesperación para mí sola.
Sueño del templo y del cordero
Mientras estaba así desalentada tuve un sueño que me impresio-
nó profundamente. Soñé que veía un templo al cual acudían muchas
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