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Notas biográficas de Elena G. de White
personas, y tan sólo los que se refugiaban en él podían ser salvos al
fin de los tiempos, pues todos los que se quedaban fuera del templo
se perderían para siempre. Las muchedumbres que en las afueras del
templo iban por diferentes caminos se burlaban de los que entraban
en él y los ridiculizaban, diciéndoles que aquel plan de salvación
era un artero engaño, pues en realidad no había peligro alguno que
evitar. Además, detenían a algunos para impedirles que entraran en
el templo.
Temerosa de ser ridiculizada, pensé que era mejor esperar que las
multitudes se marcharan, o hasta tener ocasión de entrar sin que me
vieran. Pero el número fue aumentando en vez de disminuir, hasta
que, recelosa de que se me hiciese demasiado tarde, me apresuré a
salir de mi casa y abrirme paso a través de la multitud. Tan viva era
la ansiedad que tenía de verme dentro del templo, que no reparé en
el número de los concurrentes.
Al entrar en el edificio vi que el amplio templo estaba sostenido
por una enorme columna y que atado a ella había un cordero comple-
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tamente mutilado y ensangrentado. Los que estábamos en el templo
sabíamos que aquel cordero había sido desgarrado y quebrantado
por nuestras culpas. Todos cuantos entraban en el templo debían
postrarse ante el cordero y confesar sus pecados. Delante del cor-
dero vi asientos altos donde estaba sentada una hueste que parecía
muy feliz. La luz del cielo iluminaba sus semblantes, y alababan a
Dios entonando cánticos de alegre acción de gracias, semejantes a
la música de los ángeles. Eran los que se habían postrado ante el
cordero, habían confesado sus pecados y recibido el perdón de ellos,
y aguardaban con gozosa expectación algún dichoso acontecimiento.
Aun después de haber entrado yo en el templo, me sentí sobre-
cogida de temor y vergüenza por tener que humillarme a la vista
de tanta gente; pero me sentí obligada a avanzar, y poco a poco fui
rodeando la columna hasta ponerme frente al cordero. Entonces re-
sonó una trompeta. El templo se estremeció y los santos congregados
dieron voces de triunfo. Un pavoroso esplendor iluminó el templo,
y después todo quedó en profundas tinieblas. La hueste feliz había
desaparecido por completo cuando se produjo el pasajero esplendor,
y yo me quedé sola en el horrible silencio de la noche.
Desperté angustiada y a duras penas pude convencerme de que
era un mero sueño. Me parecía que estaba determinada mi con-