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Notas biográficas de Elena G. de White
ante un número mayor de la congregación. La sencilla acusación
preferida era que habíamos contravenido las reglas de la iglesia. Al
preguntarles qué reglas habíamos quebrantado, se declaró, después
de alguna vacilación, que habíamos asistido a otras reuniones y
habíamos descuidado la asistencia regular a nuestra clase.
Contestamos que una parte de la familia había estado en el campo
durante un tiempo, que ninguno de los que habían permanecido en la
ciudad se había ausentado de la clase más que unas pocas semanas,
y que ellos se vieron obligados a no asistir porque los testimonios
que presentaban eran recibidos con tan marcada desaprobación.
También les recordamos que ciertas personas que no habían asistido
a las reuniones de clase por un año eran consideradas todavía como
miembros en regla.
Se nos preguntó si queríamos confesar que nos habíamos aparta-
do de los reglamentos metodistas y si queríamos también convenir
en que nos conformaríamos a ellos en lo futuro. Contestamos que no
nos atrevíamos a renunciar a nuestra fe ni a negar la sagrada verdad
de Dios; que no podíamos privarnos de la esperanza de la pronta
venida de nuestro Redentor; que según lo que ellos llamaban herejía
debíamos seguir adorando al Señor.
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Mi padre en su defensa recibió la bendición de Dios, y todos
nosotros salimos de la sala con un espíritu libre, felices, con la
conciencia de la sonrisa de Jesús que aprobaba nuestro proceder.
El domingo siguiente, al principio de la reunión, el pastor presi-
dente leyó nuestros nombres, siete en total, e indicó que quedábamos
separados de la iglesia. Declaró que no se nos expulsaba por mal
alguno, ni porque nuestra conducta fuese inmoral, que teníamos
un carácter sin mácula y una reputación envidiable; pero que nos
habíamos hecho culpables de andar contrariamente a las reglas de
la Iglesia Metodista. También indicó que ahora quedaba una puerta
abierta, y que todos los que fueran culpables de quebrantar las reglas
serían tratados de la misma manera.
Había en la iglesia muchos que esperaban la aparición del Sal-
vador, y esta amenaza se hacía con el propósito de intimidarlos y
obligarlos a estar sujetos a la iglesia. En algunas clases este procedi-
miento produjo el resultado deseado, y el favor de Dios fue vendido
por un puesto en la iglesia. Muchos creían, pero no se atrevían a
confesar su fe, no fuera que resultaran expulsados de la sinagoga.