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La Oración
Dios no pretende que algunos de nosotros nos hagamos ermita-
ños o monjes, ni que nos retiremos del mundo a fin de consagrarnos
a los actos de adoración. Nuestra vida debe ser como la vida de
Cristo, que estaba repartida entre la montaña y la multitud. El que
no hace nada más que orar, pronto dejará de hacerlo o sus oraciones
llegarán a ser una rutina formal. Cuando los hombres se alejan de
la vida social, de la esfera del deber cristiano y de la obligación de
llevar su cruz; cuando dejan de trabajar ardientemente por el Maestro
que trabajaba con ardor por ellos, pierden lo esencial de la oración
y no tienen ya estímulo para la devoción. Sus oraciones llegan a
ser personales y egoístas. No pueden orar por las necesidades de la
humanidad o la extensión del reino de Cristo, ni pedir fuerza con
que trabajar.
Sufrimos una pérdida cuando descuidamos la oportunidad de
asociarnos para fortalecernos y edificarnos mutuamente en el servi-
cio de Dios. Las verdades de su Palabra pierden en nuestras almas
su vivacidad e importancia. Nuestros corazones dejan de ser alum-
brados y vivificados por la influencia santificadora y declinamos
en espiritualidad. En nuestra asociación como cristianos perdemos
mucho por falta de simpatías mutuas. El que se encierra completa-
mente dentro de sí mismo no está ocupando la posición que Dios
le señaló. El cultivo apropiado de los elementos sociales de nuestra
naturaleza nos hace simpatizar con otros y es para nosotros un medio
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de desarrollarnos y fortalecernos en el servicio de Dios.
Si todos los cristianos se asociaran, hablando entre ellos del amor
de Dios y de las preciosas verdades de la redención, su corazón se
robustecería y se edificarían mutuamente. Aprendamos diariamente
más de nuestro Padre celestial, obteniendo una nueva experiencia de
su gracia, y entonces desearemos hablar de su amor; así nuestro pro-
pio corazón se encenderá y reanimará. Si pensáramos y habláramos
más de Jesús y menos de nosotros mismos, tendríamos mucho más
de su presencia.
Si tan sólo pensáramos en él tantas veces como tenemos pruebas
de su cuidado por nosotros, lo tendríamos siempre presente en nues-
tros pensamientos y nos deleitaríamos en hablar de él y en alabarle.
Hablamos de las cosas temporales porque tenemos interés en ellas.
Hablamos de nuestros amigos porque los amamos; nuestras tristezas
y alegrías están ligadas con ellos. Sin embargo, tenemos razones