Página 105 - Primeros Escritos (1962)

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El sueño de Guillermo Miller
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Vi entonces que entre las joyas y las monedas genuinas se había
introducido una innumerable cantidad de joyas y monedas falsas. Me
indignó la conducta vil e ingrata de la gente, a la cual dirigí repro-
ches; pero cuanto más los reprendía, tanto más desparramaban joyas
y monedas falsas entre las genuinas. Me airé entonces y comencé a
valerme de la fuerza física para empujarlos fuera de la habitación;
pero mientras echaba a una persona, tres más entraban y traían sucie-
dad, como virutas, arena y toda suerte de basuras, hasta cubrir cada
una de las joyas, las monedas y los diamantes, que quedaron todos
ocultos de la vista. También hicieron pedazos el cofre, y dispersaron
los restos entre la basura. Me parecía que nadie consideraba mi pesar
ni mi ira; me desalenté y descorazoné por completo, de manera que
me senté a llorar. Mientras estaba así llorando y lamentándome por
la gran pérdida y la gran responsabilidad que me tocaba, me acordé
de Dios, y le pedí fervorosamente que me mandase ayuda.
Inmediatamente se abrió la puerta, y cuando toda la gente su
hubo ido entró un hombre en la habitación. Tenía una escobilla en la
mano; abrió las ventanas y comenzó a barrer el polvo y la basura de
la habitación.
Le grité que tuviese cuidado, porque había joyas preciosas dis-
persas entre la basura.
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Me contestó que no temiese, porque él “les prestaría su cuidado.”
Después, mientras barría el polvo y la basura, las joyas espurias
y las monedas falsas subieron todas y salieron por la ventana como
una nube, y el viento se las llevó. En el bullicio, cerré los ojos un
momento; y cuando los abrí, toda la basura había desaparecido.
Las preciosas joyas, las monedas de oro y plata y los diamantes
estaban desparramados en profusión por toda la pieza. El hombre
puso entonces sobre la mesa un cofre mucho mayor y más hermoso
que el primero, y reuniendo a puñados las joyas, las monedas y los
diamantes, los puso en el cofre, hasta que ni uno solo quedó afuera,
a pesar de que algunos de los diamantes no eran mayores que la
punta de un alfiler.
Llamándome entonces, me dijo: “Ven y ve.”
Miré en el cofre, pero el espectáculo me deslumbraba. Las joyas
brillaban diez veces más que antes. Pensé que habían sido limpiadas
en la arena por los pies de aquellos impíos que las habían despa-
rramado y pisoteado en el polvo. Estaban dispuestas en hermoso