Página 202 - Primeros Escritos (1962)

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Primeros Escritos
Mientras las santas mujeres llevaban la noticia de que Jesús
había resucitado, los soldados de la guardia romana propalaban la
mentira puesta en sus bocas por los príncipes de los sacerdotes y
los ancianos, de que los discípulos habían venido por la noche a
buscar el cuerpo de Jesús mientras ellos dormían. Satanás había
puesto esa mentira en los corazones y labios de los príncipes de
los sacerdotes, y el pueblo estaba listo para creer su palabra. Pero
Dios había asegurado más allá de toda duda la veracidad de este
importante acontecimiento del que depende nuestra salvación, y fué
imposible que los sacerdotes y ancianos lo ocultaran. De entre los
muertos se levantaron testigos para evidenciar la resurrección de
Cristo.
Cuarenta días permaneció Jesús con sus discípulos, alegrándoles
el corazón al declararles más abiertamente las realidades del reino
de Dios. Los comisionó para dar testimonio de cuanto habían visto
y oído referente a su pasión, muerte y resurrección, así como de que
él había hecho sacrificio por el pecado, para que cuantos quisieran
pudieran acudir a él y encontrar vida. Con fiel ternura les dijo que
serían perseguidos y angustiados, pero que hallarían consuelo en
el recuerdo de su experiencia y en la memoria de las palabras que
les había hablado. Les dijo que él había vencido las tentaciones de
Satanás y obtenido la victoria por medio de pruebas y sufrimientos.
Ya no podría Satanás tener poder sobre él, pero los tentaría más
directamente a ellos y a cuantos creyeran en su nombre. Sin embargo,
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también podrían ellos vencer como él había vencido. Jesús confirió
a sus discípulos el poder de obrar milagros, diciéndoles que aunque
los malvados los persiguieran, él enviaría de cuando en cuando sus
ángeles para librarlos; nadie podría quitarles la vida hasta que su
misión fuese cumplida; entonces podría ser que se requiriese que
sellasen con su sangre los testimonios que hubiesen dado.
Los anhelosos discípulos escuchaban gozosamente las enseñan-
zas del Maestro, alimentándose, llenos de alegría, con cada palabra
que fluía de sus santos labios. Sabían ahora con certeza que era el
Salvador del mundo. Sus palabras penetraban hondamente en sus
corazones, y lamentaban que tuviesen que separarse pronto de su
Maestro celestial y no pudiesen ya oír las consoladoras y compasivas
palabras de sus labios. Pero de nuevo se inflamaron sus corazones de
amor y excelso júbilo, cuando Jesús les dijo que iba a aparejarles lu-