Página 207 - Primeros Escritos (1962)

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Los discípulos de Cristo
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de los discípulos. Los sacerdotes y ancianos estaban perturbados.
Habían dado muerte a Jesús para lograr que la atención del pueblo se
volviera hacia ellos; pero el asunto había empeorado. Los discípulos
los acusaban abiertamente de ser los homicidas del Hijo de Dios, y
no podían determinar hasta dónde podían llegar las cosas o cómo los
habría de considerar el pueblo. Gustosamente habrían dado muerte
a Pedro y a Juan, pero no se atrevían a hacerlo, por temor al pueblo.
Al día siguiente los apóstoles fueron llevados ante el concilio.
Allí estaban los mismos hombres que habían clamado por la sangre
del Justo. Habían oído a Pedro negar a su Señor con juramentos e
imprecaciones cuando se le acusó de ser uno de sus discípulos, y
esperaban intimidarle de nuevo. Pero Pedro se había convertido, y
ahora vió una oportunidad de eliminar la mancha de aquella negación
apresurada y cobarde, así como de ensalzar el nombre que había
deshonrado. Con santa osadía, y en el poder del Espíritu, les declaró
intrépidamente: “En el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien
vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él
este hombre está en vuestra presencia sano. Este Jesús es la piedra
reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser
cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay
otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser
salvos.”
El pueblo se asombró ante la audacia de Pedro y de Juan y
conoció que habían estado con Jesús; porque su conducta noble e
intrépida era como la de Jesús frente a sus enemigos. Jesús, con una
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mirada de compasión y tristeza, había reprendido a Pedro cuando
éste le negaba, y ahora, mientras reconocía valientemente a su Señor,
Pedro fué aprobado y bendecido. En prueba de la aprobación de
Jesús, quedó henchido del Espíritu Santo.
Los sacerdotes no se atrevían a manifestar el odio que sentían
hacia los discípulos. Ordenaron que saliesen del concilio, y luego se
consultaron entre sí, diciendo: “¿Qué haremos con estos hombres?
Porque de cierto, señal manifiesta ha sido hecha por ellos, notoria a
todos los que moran en Jerusalén, y no lo podemos negar.” Temían
que el relato de esa buena acción se difundiese entre el pueblo.
Los sacerdotes consideraban que si llegase a ser del conocimiento
general, perderían su propio poder y serían mirados como homicidas
de Jesús. Sin embargo, todo lo que se atrevieron a hacer fué amenazar