Página 235 - Primeros Escritos (1962)

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La reforma
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Fuí luego transportada a los días de los apóstoles y vi que Dios
escogió como compañeros un Pedro ardiente y celoso y un Juan
benigno y paciente. A veces Pedro era impetuoso, y a menudo
cuando tal era el caso, el discípulo amado le refrenaba. Sin embargo
esto no lo reformaba. Pero después que hubo negado a su Señor, se
hubo arrepentido y luego convertido, todo lo que necesitaba para
frenar su ardor y celo era una palabra de cautela de parte de Juan. Con
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frecuencia la causa de Cristo habría sufrido si hubiese sido confiada
a Juan solamente. El celo de Pedro era necesario. Su audacia y
energía los libraba a menudo de las dificultades y acallaba a sus
enemigos. Juan sabía conquistar. Ganó a muchos para la causa de
Cristo con su paciente tolerancia y profunda devoción.
Dios suscitó hombres que clamasen contra los pecados exis-
tentes en la iglesia papal y llevasen adelante la Reforma. Satanás
procuró destruir a estos testigos vivos; pero el Señor puso un cerco
alrededor de ellos. Para gloria de su nombre, se permitió que algunos
sellasen con su sangre el testimonio que habían dado; pero había
otros hombres poderosos, como Lutero y Melancton, que podían
glorificar mejor a Dios viviendo, y exponiendo los pecados de sa-
cerdotes, papas y reyes. Estos temblaban a la voz de Lutero y de
sus colaboradores. Mediante estos hombres escogidos, los rayos de
luz comenzaron a dispersar las tinieblas, y muchísimos recibieron
gozosamente la luz y anduvieron en ella. Y cuando un testigo era
muerto, dos o más eran suscitados para reemplazarlo. Pero Sata-
nás no estaba satisfecho. Sólo podía ejercer poder sobre el cuerpo.
No podía obligar a los creyentes a renunciar a su fe y esperanza.
Y aun en la muerte triunfaban con una brillante esperanza de la
inmortalidad que obtendrían en la resurrección de los justos. Tenían
algo más que energía mortal. No se atrevían a dormir un momento,
sino que conservaban la armadura cristiana ceñida en derredor suyo,
preparados para un conflicto, no simplemente con los enemigos espi-
rituales, sino con Satanás en forma de hombres cuyo grito constante
era: “¡Renunciad a vuestra fe, o morid!” Estos pocos cristianos eran
fuertes en Dios, y más preciosos a sus ojos que medio mundo que
llevase el nombre de Cristo, y fuesen cobardes en su causa. Mientras
la iglesia era perseguida, sus miembros eran unidos y se amaban;
eran fuertes en Dios. A los pecadores no se les permitía unirse con la
iglesia. Únicamente aquellos que estaban dispuestos a abandonarlo
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