Página 300 - Primeros Escritos (1962)

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Primeros Escritos
quienes se contaban esforzados guerreros, reyes muy expertos en
la guerra y conquistadores de reinos. También se veían poderosos
gigantes y capitanes valerosos que nunca habían perdido una batalla.
Allí estaba el soberbio y ambicioso Napoleón cuya presencia había
hecho temblar reinos. Se destacaban también hombres de elevada
estatura y dignificado porte que murieron en batalla mientras an-
daban sedientos de conquistas. Al salir de la tumba reanudaban el
curso de sus pensamientos donde lo había interrumpido la muerte.
Conservaban el mismo afán de vencer que los había dominado al
caer en el campo de batalla. Satanás consultó con sus ángeles y
después con aquellos reyes, conquistadores y hombres poderosos.
A continuación observó el nutrido ejército, y les dijo que los de
la ciudad eran pocos y débiles, por lo que podían subir contra ella
y tomarla, arrojar a sus habitantes y adueñarse de sus riquezas y
glorias.
Logró Satanás engañarlos e inmediatamente todos se dispusie-
ron para la batalla. Había en aquel vasto ejército muchos hombres
hábiles, y construyeron toda especie de pertrechos de guerra. Hecho
esto, se pusieron en marcha acaudillados por Satanás seguido de in-
mediato por los reyes y guerreros, y más atrás la multitud organizada
en compañías, cada una de ellas al mando de un capitán. Marchaban
en orden por la resquebrajada superficie de la tierra en dirección a la
santa ciudad. Cerró Jesús las puertas de ella y el ejército enemigo
se asentó en orden de batalla para asediar la ciudad en espera de
un tremendo conflicto. Jesús, la hueste angélica y los santos cuyas
cabezas ceñían las brillantes coronas, subieron a lo alto del muro
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de la ciudad. Jesús habló majestuosamente y dijo: “Contemplad,
pecadores, la recompensa de los justos. Y vosotros, mis redimidos,
mirad la recompensa de los impíos.” La vasta multitud contempló
a los gloriosos redimidos sobre las murallas de la ciudad, y decayó
su valor al ver la refulgencia de las brillantes coronas de ellos y sus
rostros radiantes de gloria, que reflejaban la imagen de Jesús y la
insuperable gloria y majestad del Rey de reyes y Señor de señores.
Embargó a los impíos la percepción del tesoro y de la gloria que
habían perdido, y se convencieron de que la paga del pecado es
la muerte. Vieron a la santa y dichosa compañía, a la cual habían
menospreciado, ahora revestida de gloria, honor, inmortalidad y vida