Página 41 - Primeros Escritos (1962)

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Mi primera visión
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contaban con haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los
alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del cual dimana-
ba una luz que ondeaba sobre la hueste adventista, y exclamaban:
“¡Aleluya!” Otros negaron temerariamente la luz que brillaba tras
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ellos, diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta allí.
Pero entonces se extinguió para ellos la luz que estaba detrás y dejó
sus pies en tinieblas, de modo que tropezaron y, perdiendo de vista
el blanco y a Jesús, cayeron fuera del sendero abajo, en el mundo
sombrío y perverso. Pronto oímos la voz de Dios, semejante al ruido
de muchas aguas, que nos anunció el día y la hora de la venida de
Jesús. Los 144.000 santos vivientes reconocieron y entendieron la
voz; pero los malvados se figuraron que era fragor de truenos y de
terremoto. Cuando Dios señaló el tiempo, derramó sobre nosotros el
Espíritu Santo, y nuestros semblantes se iluminaron refulgentemente
con la gloria de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí.
Los 144.000 estaban todos sellados y perfectamente unidos. En
su frente llevaban escritas estas palabras: “Dios, nueva Jerusalén,”
y además una brillante estrella con el nuevo nombre de Jesús. Los
impíos se enfurecieron al vernos en aquel santo y feliz estado, y
querían apoderarse de nosotros para encarcelarnos, cuando extendi-
mos la mano en el nombre del Señor y cayeron rendidos en el suelo.
Entonces conoció la sinagoga de Satanás que Dios nos había amado,
a nosotros que podíamos lavarnos los pies unos a otros y saludar-
nos fraternalmente con ósculo santo, y ellos adoraron a nuestras
plantas.
Véase el Apéndice.
Pronto se volvieron nuestros ojos hacia el oriente, donde había
aparecido una nubecilla negra del tamaño de la mitad de la mano
de un hombre, que era, según todos comprendían, la señal del Hijo
del hombre. En solemne silencio, contemplábamos cómo iba acer-
cándose la nubecilla, volviéndose cada vez más esplendorosa hasta
que se convirtió en una gran nube blanca cuya parte inferior parecía
fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno de ella aleteaban
diez mil ángeles cantando un hermosísimo himno. En la nube estaba
sentado el Hijo del hombre. Sus cabellos, blancos y rizados, le caían
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sobre los hombros; y llevaba muchas coronas en la cabeza. Sus pies
parecían de fuego; en la mano derecha tenía una hoz aguda y en la
izquierda llevaba una trompeta de plata. Sus ojos eran como llama
de fuego, y escudriñaban de par en par a sus hijos. Palidecieron