Página 43 - Primeros Escritos (1962)

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Mi primera visión
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su parte superior y formaban un solo árbol. Así estaba el árbol de
la vida en ambas márgenes del río de vida. Sus ramas se inclinaban
hacia donde nosotros estábamos, y el fruto era espléndido, semejante
a oro mezclado con plata.
Todos nos ubicamos bajo el árbol, y nos sentamos para contem-
plar la gloria de aquel paraje, cuando los Hnos. Fitch y Stockman,
que habían predicado el Evangelio del reino y a quienes Dios ha-
bía puesto en el sepulcro para salvarlos, se llegaron a nosotros y
nos preguntaron qué había sucedido mientras ellos dormían.
Véase
el Apéndice.
Procuramos recordar las pruebas más graves por las
que habíamos pasado, pero resultaban tan insignificantes frente al
incomparable y eterno peso de gloria que nos rodeaba, que no pudi-
mos referirlas, y todos exclamamos: “¡Aleluya! Muy poco nos ha
costado el cielo.” Pulsamos entonces nuestras áureas arpas cuyos
ecos resonaron en las bóvedas del cielo.
Con Jesús al frente, descendimos todos de la ciudad a la tierra,
y nos posamos sobre una gran montaña que, incapaz de sostener a
Jesús, se partió en dos, de modo que quedó hecha una vasta llanura.
Miramos entonces y vimos la gran ciudad con doce cimientos y doce
puertas, tres en cada uno de sus cuatro lados y un ángel en cada
puerta. Todos exclamamos: “¡La ciudad! ¡la gran ciudad! ¡ya baja,
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ya baja de Dios, del cielo!” Descendió, pues, la ciudad, y se asentó
en el lugar donde estábamos. Comenzamos entonces a mirar las es-
pléndidas afueras de la ciudad. Allí vi bellísimas casas que parecían
de plata, sostenidas por cuatro columnas engastadas de preciosas
perlas muy admirables a la vista. Estaban destinadas a ser residen-
cias de los santos. En cada una había un anaquel de oro. Vi a muchos
santos que entraban en las casas y, quitándose las resplandecientes
coronas, las colocaban sobre el anaquel. Después salían al campo
contiguo a las casas para hacer algo con la tierra, aunque no en modo
alguno como para cultivarla como hacemos ahora. Una gloriosa luz
circundaba sus cabezas, y estaban continuamente alabando a Dios.
Vi otro campo lleno de toda clase de flores, y al cortarlas, excla-
mé: “No se marchitarán.” Después vi un campo de alta hierba, cuyo
hermosísimo aspecto causaba admiración. Era de color verde vivo,
y tenía reflejos de plata y oro al ondular gallardamente para gloria
del Rey Jesús. Luego entramos en un campo lleno de toda clase de
animales: el león, el cordero, el leopardo y el lobo, todos vivían allí