Página 58 - Primeros Escritos (1962)

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Primeros Escritos
muchas aguas, salía la voz de Dios que estremecía cielos y tierra. El
firmamento se abría y cerraba en honda conmoción. Las montañas
temblaban como cañas agitadas por el viento y lanzaban peñascos
en su derredor. El mar hervía como una olla y despedía piedras sobre
la tierra. Y al anunciar Dios el día y la hora de la venida de Jesús,
cuando dió el sempiterno pacto a su pueblo, pronunciaba una frase
y se detenía de hablar mientras las palabras de la frase rodaban por
toda la tierra. El Israel de Dios permanecía con los ojos en alto, escu-
chando las palabras según salían de labios de Jehová y retumbaban
por la tierra como fragor del trueno más potente. El espectáculo era
pavorosamente solemne, y al terminar cada frase, los santos excla-
maban: “¡Gloria! ¡Aleluya!” Sus rostros estaban iluminados con la
gloria de Dios, y resplandecían como el de Moisés al bajar del Sinaí.
A causa de esta gloria, los impíos no podían mirarlos. Y cuando la
bendición eterna fué pronunciada sobre quienes habían honrado a
Dios santificando su sábado, resonó un potente grito por la victoria
lograda sobre la bestia y su imagen.
Entonces comenzó el jubileo, durante el cual la tierra debía
descansar. Vi al piadoso esclavo levantarse en triunfal victoria, y
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desligarse de las cadenas que lo ataban, mientras que su malvado
dueño quedaba confuso sin saber qué hacer; porque los impíos no
podían comprender las palabras que emitía la voz de Dios. Pron-
to apareció la gran nube blanca. Parecióme mucho más hermosa
que antes. En ella iba sentado el Hijo del hombre. Al principio no
distinguimos a Jesús en la nube; pero al acercarse más a la tierra,
pudimos contemplar su bellísima figura. Esta nube fué, en cuanto
apareció, la señal del Hijo del hombre en el cielo. La voz del Hijo
de Dios despertó a los santos dormidos y los levantó revestidos de
gloriosa inmortalidad. Los santos vivientes fueron transformados
en un instante y arrebatados con aquéllos en el carro de nubes. Este
resplandecía en extremo mientras rodaba hacia las alturas. El carro
tenía alas a uno y otro lado, y debajo, ruedas. Cuando el carro ascen-
día, las ruedas exclamaban: “¡Santo!” y las alas, al batir, gritaban:
“¡Santo!” y la comitiva de santos ángeles que rodeaba la nube ex-
clamaba: “¡Santo, santo, santo, Señor Dios Todopoderoso!” Y los
santos en la nube cantaban: “¡Gloria! ¡Aleluya!” El carro subió a
la santa ciudad. Abrió Jesús las puertas de esa ciudad de oro y nos
condujo adentro. Fuimos bien recibidos, porque habíamos guardado