Página 455 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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La caída de Jericó
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Durante seis días, la hueste de Israel dio una vuelta por día
alrededor de la ciudad. Llegó el séptimo día, y al primer rayo del
sol naciente, Josué movilizó los ejércitos del Señor. Les dio la orden
de marchar siete veces alrededor de Jericó, y cuando escucharan el
fuerte sonido de las trompetas, gritaran en alta voz, porque Dios les
había dado la ciudad.
Con solemnidad el inmenso ejército marchó alrededor de las
murallas condenadas. Reinaba el silencio; solo se oía el paso lento
y uniforme de muchos pies y el sonido ocasional de las trompetas,
que perturbaba la tranquilidad de la madrugada.
Las murallas macizas de piedra sólida parecían desafiar el asedio
de los hombres. Los que vigilaban en las murallas observaron con
temor creciente, que cuando terminó la primera vuelta, se realizó la
segunda, y luego la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta. ¿Qué objeto
podrían tener estos movimientos misteriosos? ¿Qué gran aconte-
cimiento estaría a punto de producirse? No tuvieron que esperar
mucho tiempo. Cuando acabó la séptima vuelta, la larga procesión
hizo alto. Las trompetas, que por algún tiempo habían callado, pro-
rrumpieron ahora en un ruido atronador que hizo temblar la tierra
misma. Las paredes de piedra sólida, con sus torres y almenas maci-
zas, se estremecieron y se levantaron de sus cimientos, y con grande
estruendo cayeron desplomadas a tierra en ruinas. Los habitantes
de Jericó quedaron paralizados de terror, y los ejércitos de Israel
penetraron en la ciudad y tomaron posesión de ella.
Los israelitas no habían ganado la victoria por sus propias fuer-
zas; la victoria había sido totalmente del Señor; y como primicias
de la tierra, la ciudad, con todo lo que ella contenía, debía dedicarse
como sacrificio a Dios. Debía recalcarse en la mente de los israelitas
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que en la conquista de Canaán ellos no pelearían por sí mismos,
sino como simples instrumentos para ejecutar la voluntad de Dios;
no debían procurar riquezas o exaltación personal, sino la gloria de
Jehová su Rey. Antes de la toma de Jericó se les había dado la orden:
“La ciudad será como anatema a Jehová, con todas las cosas que
están en ella”. “Guardaos del anatema; no toquéis ni toméis cosa
alguna del anatema, no sea que hagáis caer la maldición sobre el
campamento de Israel y le traigáis la desgracia”.
Todos los habitantes de la ciudad, con toda alma viviente que
contenía, “hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hasta los bueyes, y