Página 487 - Historia de los Patriarcas y Profetas (2008)

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Las últimas palabras de Josué
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Josué puso al mismo pueblo como testigo de que, siempre que
ellos habían cumplido con las condiciones, Dios había cumplido
fielmente las promesas que les hiciera. “Reconoced, pues, con todo
vuestro corazón y con toda vuestra alma, que no ha faltado ni una
sola de todas las bendiciones que Jehová, vuestro Dios, os había
dicho” les dijo. Les declaró, además, que así como el Señor había
cumplido sus promesas, así cumpliría sus amenazas. “Pero así co-
mo se os han cumplido todas las bendiciones que Jehová, vuestro
Dios, os había dicho, también traerá Jehová sobre vosotros todas
sus maldiciones [...]. Si quebrantáis el pacto que Jehová, vuestro
Dios, os ha mandado, yendo a honrar a dioses ajenos e inclinándoos
ante ellos, entonces la ira de Jehová se encenderá contra vosotros y
desapareceréis rápidamente de esta buena tierra que él os ha dado”.
Satanás engaña a muchos con la plausible teoría de que el amor
de Dios hacia sus hijos es tan grande que excusará el pecado de
ellos; asevera que si bien las amenazas de la Palabra de Dios tien-
den a servir ciertos fines en su gobierno moral, no se cumplirán
literalmente. Pero en todo su trato con los seres que creó, Dios ha
mantenido los principios de la justicia mediante la revelación del
pecado en su verdadero carácter, y ha demostrado que sus verda-
deras consecuencias son la desgracia y la muerte. Nunca existió el
perdón incondicional del pecado, ni existirá jamás. Un perdón de
esta naturaleza sería el abandono de los principios de justicia que
constituyen los fundamentos mismos del gobierno de Dios. Llenaría
de consternación al universo inmaculado. Dios ha indicado fielmente
los resultados del pecado, y si estas advertencias no fueran la verdad,
¿cómo podríamos estar seguros de que sus promesas se cumplirán?
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La así llamada benevolencia que quisiera hacer a un lado la justicia,
no es benevolencia, sino debilidad.
Dios es quien da la vida. Desde el principio, todas sus leyes
fueron ordenadas para favorecer la vida. Pero el pecado destruyó
sorpresivamente el orden que Dios había establecido, y como conse-
cuencia, vino la discordia. Mientras exista el pecado, los sufrimientos
y la muerte serán inevitables. Únicamente porque el Redentor llevó
en nuestro lugar la maldición del pecado puede el hombre esperar
escapar en su propia persona a sus funestos resultados.
Antes de la muerte de Josué, los jefes y representantes de las
tribus, obedeciendo a su convocación, se reunieron otra vez en Si-